UC-NRLF B 2 795 688 04 1แE, C CHAEC) . FORMOSA Bs. As. 1894 - - 4 carlas, servirán al lector para comprender algunos pasajes del libro y la forma epistolar de varios de sus capítulos; mas no, para disculpar las faltas y errores que contenga, y menos aún para aumentar méritos que el autor es el primero en desconocer, fuera de la bondad de sus propósitos. II Descripción geográfica FRAN Chaco, se denominaba toda la inmensa plani- - cie, que suavemente inclinada, se extiende desde las últimas ramificaciones de los Andes, hasta las orillas siempre verdes de los ríos Paraguay y Paraná. En tres partes se ha dividido la vasta ubérrima zona: Chaco Aus- tral, Chaco Central y Chaco Boreal. Las dos primeras pertenecen á la República Argen- tina. Al Chaco Central se le ha dado el nombre de Terri- torio de Formosa. Por el Norte, el río Pilcomayo lo separa del Chaco Boreal, que pertenece á las Repúblicas del Paraguay y Bolivia; por el Sud, el río Bermejo lo se- para del Chaco Austral, que se extiende hasta tocar la provincia de Santa Fe. Una línea recta, que corre de Norte á Sud, pasando por el fuerte Belgrano, separa el Territorio de Formosa, de la Provincia de Salta, á la que le pertenece una parte de la rica y hermosa comarca que bañan y fertilizan las aguas que descienden de los picos y altas mesetas de la cordillera de los Andes, por los ríos Pilcomayo y Bermejo. Por el Este, linda el Territorio de Formosa con la Re- la re. - - 14 oeste, del meridiano de París, se encuentra la villa de Formosa, capital del territorio. Sobre las elevadas ba- rrancas de la más bella y caprichosa curva del soberbio Paraguay, está situada la naciente ciudad, en la cual el ruido de las máquinas movidas por el vapor, ya se con- funde con el eterno murmullo de las olas del gran río, y en lugar de los árboles seculares que embellecían sus orillas, se levantan altas chimeneas coronadas de humo, primeros jalones del progreso y la civilización que ya avanza en esas comarcas que en brevísimo tiempo serán centros de actividad humana, de producción y de riqueza. El clima es sano, fértil la tierra, buena el agua, el aire puro, hermoso el cielo. III Flora NMENSOS tesoros de incalculable valor, acumulados al por la naturaleza, encierran las selvas formosinas. Hay en ellas riquezas y bellezas sumas. Grandemente se diferencian entre sí los bosques que bordan las riberas de los ríos, de los bosques de tierra adentro: en estos predominan los árboles de hojas enju- tas, delgadas, finas, recortadas, peğueñísimas, hojas teñi- das de verde obscuro, sin brillo; en aquellos abundan las pulposas, anchas, gruesas, hojas pintadas de verde claro, relucientes como láminas metálicas cubiertas de rico esmalte. En los primeros hay mucha fruta azucarada, muchas flores; en los segundos mucha corteza amarga, mucho tanino. Empero, en los unos como en los otros plugo á la voluntad divina mostrar en toda su plenitud la portentosa fuerza de su creador poder. ¡Qué espléndida magnificencia! ¡Qué infinita variedad! ¡Qué imponente grandeza! El virapitá soberbio leyanta sobre todas las demás su majestuosa copa, y sus ramas, cubiertas de hermosísimas y delicadas hojas, abarcan un grande espacio que comparten con las ramas de otros - - 16 · grandes árboles que crecen á su alrededor, y entrelazán- dose unas con otras forman vasta enramada de gajos, hojas y flores variadísimas, por la que .pasa la luz, mas no, si está intacta, jamás los rayos del sol. Largos festo- nes de enredaderas, ora secos, y semejantes á cintas des- prendidas de gigantesco dosel, ora vivos y floridos, pen. den, balanceándose suavemente, de la verde bóveda, y saturan la atmósfera con el perfume de sus flores. Espesa alfombra, obra por el tiempo hecha con fragmentos de corteza, raíces, hojas, flores y semillas cubre el suelo, y conserva la humedad que da vida y nutre á todo vegetal, desde el enjuto clavel del aire al gomero de abundante y lechosa savia. En el espacio que dejan libre los grandes árboles y á su sombra bienhechora, unas veces solas, otras veces apiñandose entre sí, nacen y crecen lozanas plantas de raras formas: aquí un helecho gigantesco, allí un grupo de arbustos llenos de sabrosas frutas, adheridas á sus troncos, más allá un caraguata, cuyo tallo forma un cáliz siempre en su fondo 'con agua fresca, cristalina y pura. El ananá silvestre ofrece su dulce fruto ó luce su roja flor en las hondonadas del bosque, en las orillas, y hasta en el lecho mismo de los arroyuelos que lo cruzan. Diversas clases de enredaderas trepan por el tronco de los árboles hasta lo más alto de sus copas, unas veces enroscándose en él, otras penetrando en las hendeduras de la rugosa corteza. Y de las concavidades que en el punto de unión de unas con otras forman las grandes ra- mas, comparten el espacio orquídeas bellas con purpuri- nos y blancos claveles de delicado aroma. Así se extiende el bosque hasta sus lindes, y en ellos las zarzas y arbustos de diversas especies se agrupan, se - 1 17 - entretejen y cierran por todas partes la entrada á la selva- misteriosa. Si no sabéis cual sabe el indio de las chaqueñas comar- cas pasar por donde pasa la iguana, sólo á fuerza de gol- pes de bien afilado machete podréis penetrar en bosques aun no hollados por pié calzado. Varían de extraordinaria manera, así por la especie de los árboles que las constituyen como por su ancho y es- pesura, las selvas que embellecen desde el Pilcomayo al Bermejo la márgen argentina del gran río Paraguay. Ya es solo un cañaveral que no se aleja más allá de donde llegan las filtraciones del río, lo que al navegante impide admirar las caprichosas sinuosidades de los campos. Ya es inmenso 'agrupamientos de árboles y arbustos, de zarzas espinosas y flexibles juncos que se extiende desde la costa sin barrancas hasta las alturas donde nacen y crecen vigorosos el lapacho, el urunday y el férreo guayacán, ó hásta confundirse con las altas palmas de las llanuras extensísimas, lo que oculta á la curiosa mirada del viajero los misterios del hermoso y feraz terri- torio. En los bosques que ocupan la orilla del gran río, y las orillas de todos sus afluentes predominan los laureles, y es tanta sú abundancia que de guirnaldas formadas con sus hojas bien se podría cubrir la tumba de todos los verdaderos y falsos héroes de la humanidad, desde el comienzo hasta el fin de su existencia en el terráqueo globo. En tremenda, incesante y tenaz lucha con los lau- reles, y entre ellos mismos, por el agua, el aire y la luz, se levantan: el virapitá de gruesas ramas y delicadas hojas, y cuya madera de compacta fibra tiene en cien - 19 - pasan por debajo de los troncos de las otras, vuelven á salir á la luz, y así siguen hasta tocar el fin del patri- monio de la unida familia, formando espesa y gruesa malla de fibras que protege por igual a todos y á cada uno de los árboles á que corresponden. Más estrecha y fuertemente aún, se ligan y unen las ramas y gajos: ya se asemejan á retorcidos alambres de hierro, ya á cuñas introducidas entre apretadas paredes. Cuando una rama toca á otra la atrae con mayor poder que el poder con que atrae el imán al acero; y si pasa por entre otras dos, la oprimen de tal manera que su natural ci- líndrica forma se convierte en plana, y tanto se cruzan y entretejen sus brazos y gajos que más que muchas, una sola parece ser la copa de tan raros vegetales. La ma- dera de esos árboles, á cuya sombra muchos hombres debieran ir á aprender á amar á sus hermanos, es vul- garmente conocida con el nombre de palo de ribera. · Cuando la altura de las barrancas es tal que el agua del río no alcanza nunca jamás á cubrirlas, en ellas cre- cen y se elevan majestuosos, el espina-corona, así llama- mado por la semejanza de las largas y agudísimas espinas que se ven en semicírculos, adheridas á su tronco, con las espinas fuertes y punteagudas con que fué coronado Je-, sús, el grande é inmortal fundador del cristianismo; el tatané, el palo-santo y la mora, tres árboles cuyas made- ras tienen en ebanistería valiosísimas aplicaciones; cactus gigantescos, y ofreciendo sus frutas el aguay y el gua- yabo. Entre los bosques de las riberas y los bosques inte- riores, de ordinario se ve, ó una planicie deprimida en la que las aguas pluviales se detienen temporalmente, por - 20 – falta de canales que las lleven á los ríos, ó la zona en la que nace y crece el misántropo de las selvas formosinas: el enano ñandubay. Bajo, fornido, con nudos en su tronco y en sus brazos que a la corteza dan rugosidades que de- notan la fuerza, como los músculos encogidos de un atleta, el ñandubay crece con la lentitud que corresponde á su prolongadísima vida. Penetran sus raíces y se empotra con fuerza en el arcilloso suelo, cual si previera la ruda resistencia que tendrá que oponer al huracán. Ni á su sombra ni á su alrededor crecen ni nacen otros árboles, y sólo yerbas débiles y amarillentas se aproximan á su pie. Pocas veces ni ellos mismos medran á corta distan- cia unos de otros; aparentando pobreza de savia, en abundancia la acumula en su corazón, la inmoviliza y endurece; y así solitario y triste pasa los años de su larga vida, y así cumple su misión y llena su destino. Debe de creerse que el ñandubay es el primer árbol de madera dura que ha brotado en las chaqueñas comarcas, y el sitio fecundizado con sus despojos y abonado por las aves de rapiña que anidan en su espinosa y enmarañada copa, el lugar del principio de los bosques extensísimos que hoy coronan las alturas del ubérrimo territorio. Como en el reino animal, en el vegetal es la muerte fecundo seno de vida. Si cae el ñandubay por la mano del hombre, an- tes que haya desempeñado su fertilizante acción en el suelo en que crece, otro ñandubay se alza en su lugar; pero así que al terminar su vida por el natural transcurso del tiempo, el incendio de los campos que cien veces lo res- petó cuando circulaban nutritivos jugos por sus fibras, lo convierte en cenizas, ó cuando la centella lo rompe en mil pedazos, un enjambre de semillas brotan en lugar del IV . ; Fauna Ho es el bombre el más perjudicial de los animales para todos los demás: para algunas especies su vecindad es benéfica. Los pájaros de hermoso plumaje ó melodioso canto son los más privilegiados. El hombre es el único de sus enemigos que les quita la vida por placer; pero las víctimas sacrificadas al placer de la criatura humana, son infinitamente menos que las que les causa la necesidad de vivir de otras especies. Hambre se llama la causa primordial de la destrucción de los seres vivientes. Entre las ramas de los árboles de selvas solitarias, muy pocos nidos veréis suspendidos; ni oiréis cuando la aurora empieza á sonrosar el oriente, coro de pájaros en medio de bosques vírgenes. Pero llega el hombre y le- vanta en el linde de la selva su vivienda, tala el árbol secular ó abre con la reja del arado el primer surco en el desierto campo, y como mensajeros del progreso, he- raldos de la civilización, desde lejanos é ignotos sitios, hermosas avecillas vienen á saludar con alegres himnos cada salida del astro rey. El fenómeno es lógico y su ex- plicación bien comprensible: ofrecen las selvas abun- - 25 – Los campos vecinos, se llenan de palomas, perdices, martinetas, becacinas y blancas gaviotas. Por el contrario, apartándose del hombre y disminu- yendo con su presencia, en los palmares y sobre las ri- beras de los riachos del territorio abundan los avestruces, los flamencos, las garzas, las cigüeñas y los tucanos de enorme pico color de oro. Pero es en las lagunas, donde en mayor cantidad se reunen las aves de la fauna formosina; en ellas palmí- pedas de diversas especies se juntan en inmensísimas.' cantidades, y se multiplican de manera tal, que sus mu- chos enemigos no pueden disminuir su número. Allí las zancudas con los pececillos y las lombrices de tierra, tienen siempre como hacer espléndido festín. Las aguas de las lagunas que se comunican con los ríos ó sus grandes afluentes, están pobladas de bagres, palometas, suruvíes, dorados, pacús, rayas, armados y yacarés rojos y negros de enormes mandíbulas y formi- dable cola. En los cañaverales y juncos de sus orillas comparten la morada los carpinchos y las nutrias con la enorme sucuri, serpiente no venenosa, pero capaz de tragar entera á una gama. La laguna es teatro de lucha activísima y sin tregua: combaten en ella unos contra otros los animales de la tierra, los animales de las aguas y los animales de los aires. Baja á beber la tigre rodeada de sus cachorros, y antes de haber despedazado entre sus garras la víctima del día y mientras apagan la sed, enorme yacaré le arre- bata uno de sus hijos y se sumerge enrojeciendo con la sangre del tigrecillo las aguas de la laguna; envuelve la boa entre sus anillos al carpincho que sale á la orilla, y - 27 - El tigre, muy raras veces ataca al hombre, y á su pre- sencia, se aleja. Se defiende, sí, con fiereza, cuando se le hostiga ó se le hiere. Y ya se ven pocos en el Territorio, debido á la incesante persecución que se les hace, sobre todo, en las costas del río Paraguay. Igual cosa puede decirse de la puma ó león americano. Dos clases hay de cazadores de tigres y pumas en el territorio: los que cazan con armas de fuego y los que cazan con arma blanca. Los primeros salen acompa- ñados de numerosos perros adiestrados, y disparan sobre la fiera, con ojo certero, cuando los perros la tienen acorralada y cansada. Los segundos salen solos, pro- vocan al bravo animal y lo esperan á pié firme, el brazo izquierdo defendido por una piel semi-curtida ó por un poncho ó manta en que lo envuelven, y la diestra mano armada de afilada daga: salta el tigre sobre el hombre y éste á la vez que cubre su cabeza con el brazo izquierdo, con rápido y habilísimo movimiento, consigue sepultar en el corazón del carnicero animal el agudo acero. El precio de los cueros de tigre ó puma, varía entre veinte y cin- cuenta pesos cada uno. Abundan más el jabalí ó cerdo de las selvas que for- mando grandes manadas sale por la noche de los bosques y recorre gruñendo los bañados para sacar de su hú- medo suelo los tubérculos que se crían en ellos; el tapir ó gran bestia, tan cobarde como ciego en su fuga, que atropella y derriba cuanto encuentra á su frente, de buena carne y útil piel; el ciervo de grandes astas y hermosa planta, merodeador de los palmares; el ará-guazú, zorro gigantesco de rojiza piel, que tiene en sus costumbres, mucho de lobo y de la hiena; la gama de finas piernas, - 28 - animal dócil y cuya única defensa consiste en la fuga veloz que emprende al menor peligro; el oso hormiguero, cuyo vasto campo de acción son los innumerables nidos de hormigas llamadas tucurus, que en determinados para- jes se agrupan, elevándose á más de un metro de la superficie de la tierra; así como la liebre, el coatí, el gato, la rata é infinidad de monos de diversas especies. Entre los que viven en cuevas merecen mencionarse el tatú-guazú, especie de peludo gigante, el peludo común, el mataco, que al menor peligro se cierra formando una bola, y la exquisita mulita. No faltan tampoco lagartos, iguanas y lagartijas de vivos y hermosísimos colores. Si teméis á las serpientes y deseáis dejar de temerles, id al territorio de Formosa, y presto lograréis vuestro objeto; pues en él con respecto á los ofidios puede de- cirse que existen cuantas especies Dios crió; y bien sabido es que cuanto más nos connaturalizamos con un peligro tanto menos le tememos, y por otra parte, siem- pre menos son los peligros reales que los imaginarios en todo aquello que nos es desconocido. Son tantas las víboras y culebras que al comenzar á poblar en el territorio encontráis, que en breve podéis adquirir la convicción de que se exagera el peligro que ofrece la vecindad de los vistosos reptiles, y en conse- cuencia que son infundados en gran parte los temores que despiertan en el espíritu de quien no se ha detenido á estudiarlos. i No todos los ofidios son venenosos, y muchas de sus especies no sólo no perjudican en nada al hombre, sino que por el contrario le son útiles, impidiendo el aumento extraordinario de los mineros y ratones, sapos y ranas - 29 - que pululan en los arroyos, lagunas y pantanos de las comarcas formosinas. Y si bien es verdad que hay vibo- ras que derraman en la herida de su mordedura venenos que matan, tales como las llamadas ñacaniná, de la cruz, de cascabel ó campanillas y las de coral, denominadas así por los anillos que de trecho en trecho tiene en su cuerpo, de igual color al de la sustancia que le da' nom- bre; también es verdad que muy contadas son las veces que muerden á criatura racional. Huyen también los ofidios del hombre, y sólo le atacan cuando no pueden evadirse y son agredidos ó temen serlo. Al oir los gol- pes de hacha que al añoso árbol da el obrajero que entra descalzo á selva virgen, se atemorizan y ve cruzar en torno de él numerosísimos reptiles que corren á refu- giarse en sus guaridas; y lo que asombra y admira más aún, es ver jugar al niño desnudo y sin temor en la hon- donada del bosque, asilo de millares de serpientes vene- nosísimas. Si por acaso logra la serpiente hincar el col- millo en carne humana, emplea el hombre, si es culto, como seguro antídoto, el permanganato de potasa, y el que no lo es, diversos remedios, que si no siempre, en mu- chos casos salvan la vida al paciente. A otros animales, y muy particularmente a las aves de corral, les hace la serpiente mayor daño; el olor de la leche, que es para la víbora apetecible manjar, la lleva al pie de la vaca, y no es caso raro el que el pobre ternero pierda la vida por querer acercar la boca á la cargada ubre cuando á ella acerca la suya el maligno reptil, ni es tampoco caso raro el que la gallina muera por defender sus polluelos de la voracidad de serpiente que los prefiere a todo otro alimento. - - 30 Si lográis vencer el horror que os causan los ofidios, admiración y encanto os producirá su vista y la contem- plación de las bellezas con que plugo al Creador enga- lanarlos. ¿Luce acaso en sus alas la mariposa más vivos y variados colores que en sus anillos la serpiente? ¿La habéis visto atravesar nadando el río? ¿La habéis visto subir enroscándose al árbol, á lo alto de la copa? La habéis visto, cuando cual preciosísima joya esmaltada por eximio artífice, arrollada en espiral, deja que sobre las finas láminas de su piel quiebre sus rayos el sol? Cruzando el río, subiendo al árbol, espiral esmaltada ex- puesta al sol, es tan bella que al contemplarla, himnos de alabanzas entona el hombre al Hacedor. . - Representan á los batracios inmensidad de ranas y sapos de distintas especies. Sapos grandísimos, hábiles cazadores de moscas y mosquitos; sapos no mayores que una almendra, pintados de negro, verde y rojo. No abundan 'menos los murciélagos: anidan y pasan las horas del día entre los troncos carcomidos de los árboles y en la copa de las palmas, bajo sus grandes hojas. En las horas de la noche, salen y surcan el espa- cio con rápido vuelo. A la pálida luz de la luna parecen núcleos de tinieblas en incesante movimiento. En cuanto a los insectos de la fauna formosina, puede decirse que es portentosa la variedad de sus especies, é innumerable la cantidad de los individuos que las compo- nen. En la tierra, en el agua, en el aire, nacen, crecen, lu- chan y mueren millones de millones de insectos en cada estación del año. Con los primeros albores de la aurora, para los unos empieza el movimiento, los placeres y los dolores de la vida; al terminar el día, cuando los últimos - 31 - fulgores del sol tiñe de púrpura el horizonte, otros se lan- zan en procura de la presa que les ha de servir de ali- mento, ó del objeto de su amor. En el seno de la tierra, entre las yerbas que la tapizan, en el tronco de los árbo- les, en el hueso de las frutas, en el cáliz de las flores y en la piel y hasta 'en los músculos de los animales encuentra cada especie su refugio y el campo de su acción. No hay insecto que no tenga en un insecto de otra especie mortal enemigo, y muchos alimentan en sus habitaciones, ó en sus propios cuerpos, parásitos que viven de su trabajo ó á expensas de los jugos que segregan sus glándulas. Muchos insectos perjudican al hombre, y otros en cam- bio, le son útiles. Entre los más incómodos deben contarse en primer término los jejenes y mosquitos. Cual acontece en toda comarca en la que existen aguas con poca corriente, ve- getación exuberante y temperatura media, elevada; en las lagunas, los esteros y bosques formosinos forman nubes los molestos insectos. Ni el poder de la fuerza, ni la fuerza de la inteligencia, libran al león ó al hombre de la lanceta emponzoñada del jejen ó del mosquito. Más puede la araña: numerosísimos son los que aprisionan en la tela que tejen. Solo por medios indirectos: desagües, desmontes y labores de las tierras virgenes, con el trans- curso del tiempo consigue verse el hombre libre de tan pequeños como mortificantes enemigos. Otro de los insectos que atacan y molestan al hombre son los piques : se parecen á una pulga pequeñísima, en su forma, mas no en sus costumbres: no se contenta con picar como aquella y bartarse de sangre, sino que hiere la piel de su víctima con suavidad, y penetra en la pe- . - 32 - queña abertura que hace y entre la dermis y la epidermis forma una bolsa, y en ella deposita sus huevecillos en buen número, y en seguida en la misma, muere, eligiendo en consecuencia por sepulcro la cuna de sus hijos. Es'tan insignificante la incomodidad que causa al penetrar en la piel que muy raras son las veces que se siente; pero á los pocos días la bolsa se agranda, debido al natural cre- cimiento de las larvas que contiene; entonces empieza el dolor: un furúnculo en cuyo centro se nota un punto negro, señala el sitio del nido del pique. La extracción del insecto y de sus larvas se impone desde luego, como el más eficaz remedio. Si la operación la hace un práctico prolijo, sin derramar una gota de sangre extrae la bolsa con todo su contenido y sin romperla, empleando como único instrumento una espina vegetal, y para impedir toda ulterioridad, un poco de ceniza de tabaco, con la cual llena la herida; pero si la operación no la hace un práctico prolijo, por lo común causa dolores al paciente, la ex- tracción del saco del pique no es completa, porque lo rompe en la herida, y esta se convierte entonces en una úlcera de tardía y difícil curación. Los piques pueden evi- tarse por medio de la limpieza: una persona cuidadosa del aseo de su persona y de las habitaciones que ocupe, solo por casualidad puede ser molestado por los piques, y llega á pasar muchos años sin ver que el temido insecto anide en su cuerpo. Una capa de cal seca extendida en el suelo de las habitaciones los ahuyenta por mucho tiempo. Los perros, gatos y gallinas, son también víctimas del pique. Una mariposa grande, negra, fea, llamada vulgarmente ura, llega también á molestar no poco al hombre: se posa - 33 - con dulzura en cualquier parte desnuda de su cuerpo, é inmediatamente deposita en ella pequeña gota de un li- quido tibio é incoloro, que la piel absorbe con rapidez. Ese líquido es el vehículo del gérmen de un nuevo ser. Al principio no sentis incomodidad alguna, mas al cabo de algunos días una mancha roja señala el punto de una pequeña inchazón que poco a poco vá aumentando y con ella el dolor que causa el cuerpo extraño que la produce: es un gusano que ha nacido, crecido y se mueve dentro de vuestra carne. En el momento oportuno, agujerea la piel y abandona su cuna; pero es más conveniente abrir con un pequeño corte el sitio en que se encuentra el gusano y extraerlo. Felizmente, si las uras abundan, muy pocas ve- ces son las que eligen al hombre para anidar en él.. Entre los insectos útiles, figuran en primer término las abejas y avispas. Donde hay muchas flores, hay mucha miel, y en el territorio de Formosa, las hay en abundancia suma. Numerosas son las especies: desde la pequeña abeja silvestre que trabaja en agrupaciones, hasta la avispa gigantesca que elabora solitaria con el néctar de las flo- res la olorosa miel. No hay árbol añoso sin panal, ni dais paso en suelo sólido sin ver el agujero que la avispa ha de llenar con el gomoso líquido. No son menos las distintas especies de hormigas que habitan el territorio: las hay coloradas y negras, amari- llentas y de color plomo; pequeñísimas y gigantescas: habitadoras de largas galerías subterráneas, de conos construídos sobre la superficie del suelo, de bolas de tierra colocadas entre las ramas de los árboles; pero to- das batalladoras y laboriosísimas. Solo en campos despo- - 34 - blados y en selvas solitarias, podéis contemplar en toda su magnitud la improba labor, la inmensa perseverancia que representan las obras realizadas por las hormigas. Hay campos en los que se elevan sobre la superficie del suelo en montones cónicos, millones de metros cúbicos de tierra sacados de su seno y trabajados por el laborioso insecto. No menos dignos de admiración y estudio son las tra- bajos, las costumbres, las luchas, las metamorfosis que ofrecen a la contemplación del hombre las demás infinitas especies de insectos pertenecientes a la fauna formosina. Tanta resistencia como la que la barreta encuentra al penetrar en la granítica roca, encuentra el hacha en el guayacán, y sin embargo, blandas larvas de diminuto in- secto penetran hasta su corazón y construyen en él largas galerías. Otras especies, eligen el quebracho y el lapa- cho, ó el urunday y el ñandubay, para fabricar en lo más duro de sus troncos, con facilidad igual a la que ofrece- rían si fueran de cera, el asilo en que esperan tran- quilos su transformación final. Otros hacen de tierra esferas tan resistentes como si fueran de hierro y dentro de ellas colocan sus huevos. Y de manera no menos ma- ravillosa y por procedimientos no menos sorprendentes, todos preparan sus asilos, buscan su alimento, cumplen su misión y obedecen á las leyes eternas é inmutables de la naturaleza. - - 36 La destrucción de los calumniados indios chaqueños no solo es cruel inhumanidad, sino también político error de transcendental importancia. Las tribus á que perte- necen son ramas del gran tronco Toba. Son tribus her- manas de las tribus madres del pueblo paraguayo; her. manas también de las tribus fuentes de la sangre que corre por las venas de nuestros bravos correntinos. He- mos perdido muchos miles de hombre útiles y cual ningu- nos otros por propia y natural razón, aptos para conver- tir en emporios de riqueza y de progreso la ubérrina argentina zona en que nacieron, En el presente, no es la matanza bárbara lo que los va concluyendo, ni ya se destroza tampoco las familias, se- parando la madre de los hijos, cual se ha hecho á seme- janza de lo que los esclavócratas hacían con las familias de africano origen; lo que ahora aniquila y acaba los indios chaqueños, es el abandono en que vagan por entre las selvas y á orillas de los riachos, perdiéndose su vida en la inmensidad del desierto, como en la inmensidad del éter, el perfume de las flores de los árboles de cuyas frutas se nutren; es la falta de leyes protectoras que les hagan amar los beneficios del trabajo, la estabilidad del hogar, las dulzuras de la caridad cristiana, el movimiento del progreso, las luces de la civilización, la integridad y la bandera de la patria. Pero viven aun muchos miles de indios, y es todavía tiempo de impedir su total destrucción, y así estamos obli- gados á hacerlo porque así nos lo imponen las doctrinas del mártir del Gólgota, que profesamos; y los principios nobilísimos consignados en las instituciones que nos rigen. - Y nos conviene impedir su destrucción para que sean - 37 - cooperadores útiles en la grande empresa de poblar las desiertas tierras de nuestros extensos territorios, ayer del exclusivo dominio de ellos. Noble, generosa, utilísima y patriótica tarea de fácil y rápida realización. No por la costosa fuerza de las armas, mas sí, por las armas irresistibles de la persuación, de la indulgencia, de la justicia y de la libertad venceréis y agregaréis en rea- lidad de verdad á los ciudadanos argentinos á hom- bres incultos, pero no malos, que parecen tener en sus fibras mucho de la dureza de los árboles á cuya sombra crecen, en su corazón mucho de la dulzura de la miel que les sirve de alimento, en su alma mucho de la pureza del aire que respiran. Los indios chaqueños son valientes, mas no guerreros: la civilización los atrae, y si se alejan del hombre culto no es por odio, es por temor; aman la libertad, pero se so- meten gustosos á la disciplina de las leyes; conservan por mucho tiempo las costumbres heredadas, pero no recha- zan las innovaciones del progreso; gustan con entusiasmo de las correrías de la caza, pero tienen la perseverancia de esperar á que lleguen á su sazón los frutos de la simiente que depositan en preparada tierra. . Solo los ata y une á la familia la natural y sublime ley del amor, y son tan morales en su choza, como el hom- bre primitivo al salir de las manos del Creador. El hombre no es jamás infiel á la mujer á quien da su corazón y pone al abrigo de su brazo; ni es infiel jamás la mujer al hombre al cual elige por compañero de su vida.y acepta como señor y dueño de su persona y de sus hijos. Así que el niño y la niña llegan á la pubertad ----her- mosa hora del día de la vida — aman; y así que se en- - 38 - cuentran, con el mudo lenguaje de los ojos, se lo dicen; y; pronto el jovenzuelo hace saber a su padre ó al jefe de su familia, el nombre de su amada; y á esta la pide à la familia en matrimonio el padre de aquel. Siempre las fami- lias de ambos jóvenes acuerdan complacidos su consen- timiento, pero se exigen recíprocamente, el más escrupu- luso cumplimiento de las costumbres establecidas por el uso, y las prácticas de la tribu. El novio debe vivir en el toldo de la familia de la novia por un tiempo determi- nado, y hasta que llegue el día del matrimonio debe tra- bajar y desempeñar todas las tareas en que se ocupen los hombres de la familia de su amada. Es un período de prueba y de mutuo trato y conocimiento, durante el cual los prometidos esposos juegan alrededor del toldo y re- corren las sendas solitarias de los bosques cual si fueran dos buenos hermanos. De ordinario ella apenas cuenta doce años y pocas veces pasa él de los quince. Cuando llega el día de la unión matrimonial ya está pronto el toldo que ha de cobijar á la joven pareja. Reunidas ambas familias, el jefe de la del novio, pronuncia un largo dis- curso en el que enumera las virtudes del joven: será feliz --- dice – la virgen que se case con este doncel, por- qué es hombre capaz de matar el tigre, cansar corriendo el ciervo, derribar el guayacán, pasar y volver á pasar nadando el padre de los ríos. El jefe de la familia de la novia, contesta diciendo: feliz será el doncel que se casa con esta virgen, porque ella es mujer capaz de no dejar apagar nunca el fuego de su toldo, de preparar con miel el cogollo de la palma, de conocer las hiervas que curan las heridas, y de dar á su esposo muchos hijos. En se- guida las mujeres ligadas por la sangre y la amistad á la - 39 - novia, la conducen al que será nido de sus amores, y la dejan sola hasta que llega el elegido compañero. La cere- monia ha terminado; y en tanto que las familias de los esposos se retiran cantando, en el misterio de la soledad la unión queda consumada. Y desde el día siguiente al de la boda, salen de su toldo, á la misma hora en que el zorzal sale de su nido. Después empieza la operación del tatuage: la esposa debe llevar en su rostro indeleble y siempre visible la se- ñal de su estado; debe hacer saber sin necesidad de la palabra, á quien la mira, que mira á mujer que ya no es libre. Tendida en el suelo, á la sombra de los árboles, me- nos cubiertas sus formas que si lo estuvieran por ligeras gasas, permanece inmóvil la joven india : arrodillado á su lado, está su amado dueño, con agudísima espina empa- pada en el líquido colorante que hará la señal indeleble, va formando con puntos en el rostro de la esposa el caprichoso dibujo que le sugiere la inculta mente. Dolo- rosa es la operación, pero el rostro de la india, solo re- vela éxtasis y pasión, y si sus ojos se preñan de lágrimas, son lágrimas de amor. El dibujo no representa más que una fantástica combinación de líneas, que partiendo de la parte superior y media de la frente, corren por toda ella, ocupan una gran parte de las mejillas y de la na- riz, y terminan en el centro de la barba. Los dibujos se diferencian grandemente, pero en todos ellos reina siem- pre la simetría. Ni los hombres, ni las jóvenes solteras se tatúan; y ya hay entre los indios chaqueños que más están en contacto con la civilización, mujeres casadas que no se tatúan. Sea porque en tan tierna edad empiezan a ser madres, - 40 - sea por la mala alimentación, sea porque pesen sobre ellas fatigosos trabajos, ó por todas estas causas juntas, lo cierto es que antes de los treinta años, las mujeres de jas tribus chaqueñas, con muy pocas excepciones, pier- den los encantos de la juventud, y arrugadas y descolori- das como hojas otoñales, marchan con celeridad al fatal término de la vida. Aunque los hombres se conservan por más tiempo ágiles y vigorosos, pocos llegan á una avan- da edad. Suplen las mujeres con natural mansedumbre é ingenua gracia la falta de belleza y de hermosura. No obstante son bien formadas, poseen blancos dientes y pequeñas y lindas manos. En el amor de su esposo y en el cumpli- miento de sus deberes maternales y filiales, encuentran las indias chaqueñas, las fuentes de sus goces morales. Son madres cariñosísimas y cariñosísimas hijas. Antes de acer- car á sus labios la miel hurtada á la brava avispa, distri- buyen sin omisión las raciones que les corresponden a los ancianos y niños de la familia. No abandonan jamás á sus · progenitores, ni hay ejemplo entre ellas, de madres que cedan á sus hijos; y solo por inhumana violencia se les puede alejar de su lado. Entre los indios chaqueños, cual acontece entre todos los pueblos incivilizados, trabaja menos el hombre que la mujer; pero más que por forzosa obligación impuesta por heredadas costumbres, la mujer en las tribus cha- queñas, tiene á su cargo las más pesadas tareas que exige la familia; y las desempeña no solo resignada y sin murmurar sino que también gozosa y satisfecha. El agua y el fuego originan á las mujeres del toldo, los más delica- dos, constantes y asiduos trabajos: el fuego no debe apa- - 41 - garse nunca, y el agua no debe faltar jamás. Cuando el agua abunda, las lluvias son frecuentes, y los campos se convierten en lagos, la conservación del fuego en el fogón del ambulante toldo, es materia de grande afán; y si por el contrario, la fuerza del calor solar raja la seca tierra, el agua es indispensable en mayor cantidad y menester es traerla del río, del hoyo del vecino estero, ó del arro- yuelo que cruza el espeso bosque, dentro de pellejo semi- curtido de ciervo ó gato montés, y sobre las flacas es- paldas. Algunas veces á causa de prolongada sequía, la distancia que tienen que recorrer, es muy larga; en tal caso, todas las mujeres jóvenes y fuertes que viven en los toldos, se ponen en marcha caminando una tras otra, por la estrecha y oculta senda que conduce al riacho ó río más cercano. Así que llegan, y después de brevísimo ins- tante de reposo, se sacan las mezquinas prendas de ves- tir que cubren sus cuerpos, las lavan, y mientras los fuertes rayos del sol orean las burdas telas y variadas pieles de los trajes, largo baño quita á las indias la fati- ga del viaje, y las llena de alegría. Si las veis juguetear gozosas en el agua, os parece que se encuentran en su propio natural elemento: nadan con extraordinaria ra- pidez ó indolentes se dejan acariciar por las mansas olas, ora tendiéndose de espaldas sobre la superficie de las aguas, ora acurrucadas en la arenosa ribera: se sumer- gen, se arrastran por el lecho del río ó de la laguna, se deslizan veloces por el centro mismo del cauce en con- traria dirección a la de la corriente, se entregan al verti- ginoso giro de las aguas en los remolinos, y ya erguidas y sacando fuera la parte superior de su cuerpo, ya como el yacaré dejando solo ver la cabeza, salen á la orilla. El - 42 - aire y el sol suplen de maravillosa manera á las telas que mejor podrían servir para enjugar las carnes y los suel- tos cabellos. Después de hecha la provisión de agua, regresan á los toldos repitiendo monótonos cantos, cuyo éco se confun- de con el éco de las voces de los animales selyáticos. Las que crían, llevan dentro de saco de cuero suspendido de los hombros al hijo que amamantan. ; No es la india de las tribus chaqueñas, excepción de las mujeres de todos los pueblos y de todos los tiempos en lo que atañe al infinito placer que experimentan al con- templarse bien ataviadas; y por el contrario, solo dejan de vestirse y adornarse cuando no tienen con qué ha- cerlo. Entre las que viven próximas á los centros de po- blación del territorio, ya no veis ninguna que no cubra con telas, todo aquello que las que pertenecen á las tri- bus que vagan entre las selvas del interior, aún dejan ver en su natural desnudez. Las que trabajan en las colonias, ingenios ú obrajes, toman por modelo de sus trajes, los trajes de las damas más lujosas que ven, y tú has podido cerciorarte hija mía, que no es ingenio y buen gusto lo que les falta á las mu- jeres de los toldos formosinos; y debes saber, que debido á la ocurrencia que tuviste de vestir á media docena de indiecitos de polichinela y de pierrots, ya muchos chicue- los trepan por los árboles que crecen sobre las costas de río Paraguay, vestidos con los carnavalescos trajes. Festejan las indias el estreno de un vestido, con baile y canto, lo que no es de extrañar, pues siempre, por todo bailan y cantan. Cuando están juntas y cuando están so- las, cuando sufren y cuando gozan bailan y cantan. Can- - 44 - los campos, y de las frutas de los árboles; y no regresa, á su vivienda sino cuando ya tiene bien repletos sus sacos, y no le alcanzan las fuerzas para cargar más. Pero no salen los indios á mariscar al acaso; se apoderan de todo lo que pueden, más siempre un objeto primordial los guía: ya es la baya azucarada del algarrobo la que los mueve à dejar el toldo, ó la nidada de huevos de avestruz, ó el cardumen de dorados en la boca del riacho, los polluelos del pato en el estero, el tapir en el bosque, la gama en medio de los palmares, la garza-mora en las orillas de la laguna; cada cosa en su propia estación, y en el más oportuno momento. Sin embargo, con frecuencia es el hambre quien los mueve y obliga á mariscar. Pocas veces sale un indio solo á mariscar; salen en grupos de seis, ocho, diez ó más personas, siempre acom- pañadas de sus numerosos perros flacos como ellas, pero como ellas sufridos y perseverantes; y no regresan basta que todos no hayan completado su carga. Con frecuencia las mujeres y los muchachos forman parte de la comitiva y por cierto que no son los menos diligentes, ni los que menos contribuyen al buen éxito de la empresa. Animadas y curiosísimas escenas se suceden en toda mariscada; pero ni el cerco hecho á la gama, ni al ciervo, ni la emboscada preparada al jabalí ó al car- pincho, ni la lucha sostenida contra el tigre, tienen el inte- rés, ni ocasionan los dramáticos incidentes que la cacería del conejo de los campos formosinos. Imaginaos una pla- nicie desprovista de árboles pero cubierta de matas de paja medio seca, no mayor de cuatro á seis hectáreas, y tendréis el campo de acción del animado ataque á los conejos. Suponed luego una circunferencia formada en GU 45 - medio de esa superficie por postes colocados á igual dis- tancia los unos de los otros, menos por un punto en donde los postes estén agrupados; y con solo reemplazar los postes por indios y perros os imaginaréis con propiedad, lo que en realidad se ve en el campo, en el acto de em- pezar la persecución. Una vez así colocados, á señal dada, por ocho ó nueve décimas partes de la circunfe. rencia veis levantarse nubes de humo, que pronto salen confundidas con lampos de rojizas llamas; con excepción de los que ocupan el punto contrario á aquel de donde sopla el viento, cada indio á una con los demás prende fuego á las matas de paja que tiene á su frente, y con presteza suma, va comunicando el fuego de una á otra mata, de manera que en brevísimo tiempo queda com- pletamente formada la circunferencia de llamas que aco- rrala á los conejos, menos por la parte que se ha dejado libre, y que es por donde forzosamente tienen que salir los sitiados, y en la que esperan impacientes el comienzo de la fuga, la mayor parte de los atacantes, compuesta de mujeres, muchachos y perros. Los hombres viriles, se ocupan en mantener viva la línea de fuego. Al terror que causan á los animales encerrados las llamas, y el humo del incendiado pajonal, se agrega el terror que les infunde la infernal gritería de sus enemigos; la que empieza, así que empieza el fuego. Al fin furiosos y enloquecidos los ani- males atropellan á la turba que los espera dispuesta á la matanza, en la única salida que ofrece el inexpugnable cerco. Pero la línea de fuego, no solo encierra conejos: conjuntamente salen también gamas, gatos, zorros, igua- nas, hurones é infinidad de viboras de diversos géneros. Entonces empiezan las carreras, los saltos, las colisiones, - 47 - pobre indio, que quien mata á su caballo ó á su yegua, es el incurable mal de caderas. Indios conozco yo, que han trabajado tres años consecutivos sin más recom- pensa que un puñado de maíz al día, con tal que, al fin de ese tiempo se les diera por finiquito de sus jornales una yegua; y ipobres! poco después de tener la satis- facción de verse dueños de tan codiciado tesoro, tenían el dolor inmenso de perderlo. En tres categorías pueden dividirse los indios todos que viven en el territorio de Formosa, y en los limítrofes: los que trabajan y están radicados en las poblaciones y establecimientos industriales, independientes y libres del dominio de los caciques; los que temporalmente.compar- ten las tareas de la civilización, sujetos á la fatal obe- diencia é influjo de los caciques; y finalmente los que viven en el interior del territorio, temiendo las persecu- ciones de las fuerzas de la Nación. Los primeros son los peones mejores que se encuentran en el territorio: fuer- tes, sumisos, obedientes, sobrios. Trabajan desde que el sol sale, hasta que el sol se pone, por un puñado de maíz al día, un pedazo de carne, unas cuantas galletas y un poco de sal á la semana, y una paga mensual que apenas les alcanza para comprar algunos metros de percal y otros tantos' de lienzo; y aunque fueron señores y dueños absolutos de aquel suelo, que no enajenaron, no hay uno que pueda decir hoy: yo levanto mi toldo en ** tierra mía! Cuando la caña está en sazón, ó el hambre apremia, los indios que trabajan á intervalos y sujetos á las órdenes despóticas de un cacique, uno tras otro llegan á las co- lonias, ingenios ó destilerías, en demanda de ocupación - 50 - la electricidad de las nubes baja á la tierra, y la electri- cidad de la tierra por cada árbol sube á las nubes; si llueve, no es en gotas que llega el agua al suelo: des- ciende por los gruesos troncos culebreando, como por las grietas de la roca desciende el agua del manantial. No veréis desde el fondo de la selva la nubecilla que como negra cinta se extiende, allá, en el límite extremo del horizonte, y que al ojo experto del que está acostum- brado á sufrir sus rigores le anuncia la proximidad de la borrasca; ni veréis después juntarse los cúmulus y avan- zar unidos, semejando muros de montaña inclinados sobre profundo abismo; ni veréis alzarse espirales de tierra desprendida, girando vertiginosos á impulsos del viento que precede á la tormenta; ni á los pájaros volar enlo- quecidos, ni á las aristas cruzar veloces, ni obscurecerse el sol; pero en cambio otros signos magníficos é inequí- vocos os dará la selva de la pavorosa é incontrastable revolución de los elementos atmosféricos, ya pronta á estallar: lanzan los monos estridentes y agudísimos gritos; las abejas y las avispas abandonan sus colmenas y revolotean silenciosas alrededor de ellas; cesan las arañas de tejer sus redes; los reptiles salen de sus cuevas y se arrastran sin tino presurosos; las aves del bosque asustadas se refugian en sus nidos; vapores cálidos, hú- medos, asfixiantes, se levantan de la esponjosa tierra; gotas de savia brotan de la corteza de los árboles, y una infinidad de hojas amarillentas empieza a cubrir el suelo. Llega la borrasca al linde de la selva: el viento que no penetra á su seno, empuja y comprime á las zarzas y ar- bustos que la circundan, rompiendo ramas, torciendo gajos, arrancando hojas, destrozando flores, y pasa por - 51 - encima de la copa de los árboles sacudiéndolos con fuerza. En medio de la selva no se siente el soplo del vendaval, pero se ve el movimiento que imprime á las ramas elevadas, y se oyen los choques de unas con otras, el murmullo del roce de las hojas, y las notas agudísimas que arranca á las cuerdas de enredaderas tendidas de uno á otro tronco. La claridad del día empieza a desaparecer y todo en la selva toma fantásticas formas, hasta que la obscuridad lo cubre todo. A cortos intervalos ence- guecedora luz baja por éste ó aquél árbol y lo envuelve desde la copa al tronco. De repente, un intensísimo es- truendo se oye: es el fragor horrísono del trueno. El rayo ha puesto fin á la existencia de un gigante de la selva. Al caer éste, arrastra y destroza los galaripsos, las orquídeas y claveles que vivían á su abrigo. Después, á la muerte del secular árbol sucede breve profundo si- lencio.... Poco a poco los movimientos y los ruidos van disminuyendo. Por el ancho espacio libre que deja el árbol caído, se ven brillar estrellas veladas á intervalos por girones de negras nubes. La tempestad pasa; á su obscuridad, sucede la obscuridad de la noche, y ésta al día, sin ocaso. Renace la calma: se oye el graznido lúgubre de las aves nocturnas, el monótono cantar de las ranas, el susurro del agua corriendo por entre las ramas caídas, en los arroyuelos de la selva, los suaves besos de las hojas. Las luciérnagas empiezan á trazar en el espacio, caprichosas líneas de luz. Como acontece en todas las comarcas selváticas, en el formosino territorio son frecuentes las lluvias torren- ciales, los fuertes vientos, las grandes tempestades. Muy pocas veces cae granizo, mas en cambio son muchos los - 52 - rayos que caen, pero estos no ocasionan grandes males. Los árboles son para-rayos y atraen á sí, cual ningún otro, la electricidad de las nubes. . De ordinario la chispa eléctrica que hiere un árbol no lo fulmina: corre por entre la corteza y las fibras pul- posas que cubren su corazón, dejando empero su paso señalado para siempre; mas algunas veces, por causas ignoradas, ni las raíces quedan intactas: el rayo carboniza instantáneamente la savia del grande árbol y lo rompe en mil pedazos; otras veces, raja al árbol de arriba á abajo, y las dos fracciones siguen creciendo y en su propia estación se cubren de flores y se llenan de frutos. Mas ¡guay! de aquel á quien la tempestad toma en la selva, si mientras retumba el trueno, no se cuida de tocar los árboles. Mientras dura la tempestad, las selvas, en medio de las tinieblas ofrecen imponentes magníficos espectáculos, no exentos de peligros; mas llueva ó no, sople furioso el vendaval ó reine profunda calma, en bosques vírgenes todo falta, si falta luz. A través de la espesa bóveda de hojas no pasa la pálida luz de la luna, ni se ven brillar las estrellas en el firmamento. No hay en las selvas, para el hombre noche bella. Al desaparecer la luz, salen de la esponjosa tierra vapores cálidos, pesados, húmedos; se aspiran olores enervantes, soporíferos; se relajan los músculos, se relajan los nervios; disminuyen los latidos del corazón, disminuyen las funciones del cerebro: es el exceso del carbono recogido por las células vegetales en las horas del día, y que dejan libre en las horas de la noche: es el carbono que altera la sangre, que detiene la vida animal: es el carbono que entorpece los sentidos y 53 - ofusca la mente de la humana criatura. Si en esos instantes, al resplandor de luz fugaz miráis un objeto, se os presenta bajo formas raras, fantásticas; si lo tocáis, cuando la fosfórica llama desaparece, su contacto pro- duce terrible sensación: creéis haber sido lamidos por la lengua de un felino ó haber puesto la mano sobre la fría piel de la serpiente. Un abatimiento general os domina. Pensamientos tristes, negros como las tinieblas que os rodean, enlutan el alma. Envuelto en profunda obscuridad, en medio de selvas vírgenes, yo he pasado esas horas de dolor y de amar- gura; y como siempre que un gran sufrimiento al hombre aflige y anonada, lo que primero se ofrece á su memoria, y lo que más llena su corazón y su mente, es el recuerdo y la imagen de lo que más ama y venera, en esas horas de dolor y de tristeza ha llenado en absoluto y por completo todo mi ser, el recuerdo y la imagen de la patria idolatrada. Y entonces, ; ah! los sufrimientos del alma mía, han sido tan crueles como los sufrimientos de larga y dolorosísima agonía. Contemplaba la patria ra- diante de juventud y de hermosura, y ataviada con esplén- didas valiosísimas joyas;pero manchada su blanca y celeste vestidura con gotas de sangre y cieno arrojadas por sus propios hijos ! En medio de la desesperación, quería creer que soñaba, que todo aquello era ficción, mentira; pero tocaba mi abrasada frente, palpaba mis húmedos ojos, sentía latir violento el corazón, y á mí mismo con angus- tioso acento, me repetía: no, no duermes, no sueñas! Pero la proximidad de la mañana da á la selva aire más puro, valor al corazón, y rayos de fe y de esperanza penetran en la ofuscada mente. - 56 - tantes aplicaciones. Los troncos de las palmas, en las regiones nuestras en que se encuentran, se emplean muy comunmente y con provecho como tirantes y tejas para techo, como pilares de los anchos corredores que re- quieren los climas cálidos, como puntales de enramadas y zarzos, y en las empalizadas de cercos y corrales; y donde los fletes les permiten competir con el hierro y el pino, tienen gran demanda para postes de telégrafos y teléfonos, empezando ya á suplir al ñandubay en los alam- brados de los campos y en los emparrados de las viñas, en cuyos usos es de larga duración, si sus extremos se bañan en alquitrán ó se inyectan con sulfato de cobre. Pero la madera de las palmas tiene otras utilísimas aplicaciones, menos conocidas, pero más valiosas que las enunciadas, sobre todo en ebanistería. Es hermosa, es liviana, y sumamente fácil de labrar y de pulir, siendo larga su duración si está al abrigo del sol y del agua. Pulida al natural es bellísima, y su color amarillo ligera- mente sonrosado, cuando se ofrece á la vista en corte trasversal, salpicada de pequeñísimas manchas renegri- das, que en corte longitudinal se convierten en finas lí- neas, la hacen muy apropiada para la construcción de adornos, utensilios y muebles de lujo: sombrillas, basto- nes, varillas para marcos de cuadros, escritorios portáti- les, reglas redondas, estantes y rinconeras, estuches para alhajas, cajas para guantes y cepillos, costureros, mesas y sillas de fantasía. Barnizada, encerada ó lustrada la preciosa madera de las palmas, toma un tinte más obscuro mas no por eso menos bello. Cortada en forma de bal- dosas exagonales para pisos y frisos interiores, es de positiva utilidad y de delicado gusto. No todas las pal- - 58 - la conclusión de que una legua kilométrica puede producir más de cincuenta mil pesos. Y muchas leguas cuadradas miden los palmares formosinos. Nunca se agrupan las palmas. A veinte metros más ó menos unas de otras, se levantan soberbias y gentiles, ora una sola, ora dos juntas, como hermanas gemelas; y así, sin diferencias sensibles, sin transiciones, se extiende como el arenal, como el océano, como los campos del éter, el extensísimo palmar. Por eso, igual profunda emoción á la que causa en el espíritu del hombre la uniformidad de los movibles mon- tículos del árido dilatado arenal, igual profunda emoción á la que experimenta al ver sucederse semejantes unas á otras las olas de la inmensa masa líquida de los océanos, igual profunda emoción á la que recibe cuando, desde la cumbre de elevada montaña, contempla las crestas de común aridez de las altas cordilleras que la circundan, igual profunda emoción á la que goza cuando admira en el espacio infinito de los cielos al siempre radiante sol, experimenta el alma al contemplar la continua uniformi- dad de los palmares: emoción profunda, intensísima admiración! Es que en la interminable sucesión de palmas tras palmas, siempre iguales, como en la eterna infinita sucesión de montículos en el árido desierto, de olas en el mar, de crestas en la cordillera, de rayos de luz en el sol, encuentra el humano espíritu, sublimemente reflejada, la grandeza de Dios! Pero la uniformidad de las palmas, como la uniformidad de las crestas de las montañas y de las olas de los océanos, es más aparente que real. Suprema belleza é incalculable riqueza encierra. De formas, colores, sonidos, movimiento VIII Entre las llamas A el temor que en el corazón más varonil y fuerte engendran desconocidos peligros, no me impedía recorrer tranquilo los desiertos campos, ni penetrar solo, por sus estrechas sendas en la umbría selva. Ya no sobrecogían mi espíritu, como en cercanos días, la inquietud y zozobra que experimentara al oir los mis. teriosos ruidos de los bosques solitarios, los rugidos de las fieras, el eco repetido de los truenos, los monótonos cantos de los indios, el graznido lúgubre de las aves de rapiña. Es que no hay peligro que al hombre intimide muchas veces. Tiembla de miedo el grumete, mas no el viejo marino cuando en medio del Océano alcanza el huracán al débil barco. Pierde la serenidad el recluta al empezar el fuego de la primera batalla, pero no la pierde, no, el aguerrido veterano. Igual cosa pasa al hombre con los peligros de las selvas vírgenes; la pri- mera vez que penetráis en bosque inexplorado, inmedia- tamente después, lleno de pavor queréis salir de él, mas poco a poco, el temor se trueca en admiración, esta en irresistible placer; y luego, son tantas las bellezas y rique- zas que descubrís, tantos sus secretos y misterios, que - 65 - prolongan hasta Formosa, interceptadas de trecho en trecho por esteros cubiertos de altas pajas amarillentas. Al principio corre la senda á corta distancia del río, en seguida se aparta internándose poco a poco, después á la izquierda, se ve por entre los árboles que sombrean sus márgenes, una laguna que se extiende paralela al río, entre las altas barrancas y las lomas que se suceden á la derecha del tortuoso camino. Al frente, espeso bos- que que hay que atravesar, de uno á otro extremo, por el medio, á la sombra de sus añosos y corpulentos árbo- les y apartando los retoños nuevos y las enredaderas secas, que sujetas en las grandes ramas se balancean á merced del viento. Al salir del bosque, un campo bajo por el que corren las aguas pluviales á la laguna, ocupa un ancho espacio tras del cual aparecen algunos espini- Hos solitarios, y allá á lo lejos, por entre grupos de alga- rrobos y lapachos en flor, se alcanza á descubrir la pla- nicie sin fin, cubierta de elevadísimas palmas. Al otro lado del estero el camino se angosta y orilla un nuevo bosque, hasta llegar á profundo arroyo que lo corta, arroyo que se pasa por un puente de ramas cubiertas de tierra, y sostenidas por largas vigas tendidas, sin arte, de una á otra de sus barrancas. - Después se dejan á ambos lados las últimas chacras de la colonia ; baluartes de la civilización colocados en los lindes del desierto. Allí el camino se divide en dos: el de la izquierda continúa paralelo al río y conduce á la capital del territorio; el de la derecha se interna hacia el Oeste. Siguiendo por el último se llega al bosque á que me dirigía. A poco andar las huellas se pierden de distancia 5 - 66 - en distancia bajo las yerbas y arbustos espinosos que crecen á su lado. De este modo se llega á la isla de los algodoneros, pequeño bosque circular, así llamado por los hermosos sahumus ó algodoneros silvestres que cre- cen en él; luego el camino se inclina al Sud, se pasa por la estrecha garganta que forman dos quebrachales que se encuentran paralelos; y trasponiendo un gran pajonal, se llega por fin á la interminable cadena de bosques se- culares que circunvalan al Lapazuzú, enorme cuenca de aguas pluviales, que no llevan sus afluentes al gran Río Paraguay. Alli está la isla de los patriotas. Las indicaciones que había recibido eran exactas, precisas: cuatro elevadísimas palmas equidistantes, en línea recta, cual si hubieran sido plantadas por la mano del hombre, señalan la entrada de la vieja picada, que apenas ocultan dos enormes cactus rodeados de zarzas. Las matas de pajas que crecen en el estero llegan hasta confundirse con los arbustos que rodean á la in mensa selva. Pero á pocos pasos de la orilla, empiezan los árboles gigantescos, lozanos, llenos de savia y cu- biertos de hojas y de flores. El día era hermoso; el cielo estaba despejado; soplaba un viento fresco del Sud-Este. Había hecho ya veinte kilómetros y sentía la necesidad de reposo. Penetré en la selva, llevando mi caballo de la brida, con la lentitud y las precauciones que son indispensables siempre, en sitios poco frecuentados por la criatura humana. La es- trecha senda muestra bien claramente que hubo un tiempo .en que era transitada día a día; golpes de machete dados al acaso, en los añosos troncos, gajos despuntados en - 67 - cada vuelta del camino, ramas carbonizadas al lado de árboles, sin marcas de fuego, enredaderas cortadas, nidos deshechos, panales destrozados; en la corteza de un guayacán una palabra no concluída - Luc --- y al llegar al fin de la senda, en la de otro guayacán, una cruz grande, hermosa, grabada con prolijidad, grabada con amor, cuyos bordes el natural crecimiento de la corteza ha re- dondeado, embelleciéndola y á la distancia haciéndola aparecer, más bien que esculpida, dibujada en la lisa y fina superficie del duro tronco. ¡Cuántas plegarias, con- templando aquel bendito signo de fe y esperanza, se habrán elevado al Creador desde el seno de la frondosa selva! A pocos pasos del árbol de la cruz, corre un arro- yuelo y al borde de éste se levanta un soberbio timbó, asilo un tiempo de dos bravos argentinos, cuyo paso han dejado señalado con soberbia magnífica leyenda grabada en la corteza del secular árbol: Todo por la Patria. Con el agua del arroyuelo apagué la sed, sentándome al pié del corpulento timbó, y pronto desapareció la ligera fatiga que me causara la jornada. ¡Oh! aquel aire puro, suave, perfumado; aquella fresca sombra, el verde claro de las nuevas hojas, el ligero aleteo de los insectos, dan pronto vigor á la sangre, alegría al corazón! Re- cordé entonces las palabras escritas en el tronco del árbol en que me recostaba: Todo por la Patria; y tuve la profunda convicción de que comprendía todo el gene- roso sentimiento, las nobilísimas ideas, la sublime emo- ción, del autor de aquella elocuentísima frase, en los instantes en que su mano cortara las fibras de aquel - 69 - bles movimientos que sentía en torno mío, por entre los troncos y en la copa de los árboles. Aquello, no eran truenos, no era viento, no era la ca- rrera del tapir perseguido por el tigre; era algo extraño, extraordinario, colosal. El fantasma terrible de lo descono- cido se presentó entonces bajo otra forma á mi atribulado espíritu. El temor empezaba a dominarme, sin embargo me apresté á la lucha. ¿Contra quién? No lo sabía, pero preparé las armas que llevaba, y esperé al pié del timbó de la leyenda; mas como nada viera y el fragor y el estré- pito crecieran, me resolví á descubrir la causa, reco- rriendo la senda de la selva. A poco andar observé que las aves nocturnas y los murciélagos descendían como atontados de la copa de los árboles, y se refugiaban en las concavidades y grietas de los troncos; más adelante, á la mitad del camino, de improviso fuí atropellado por una multitud de ratas que pasaban corriendo por entre mis pies y sin que mi presencia les amedrentara. A cada paso que daba el horrendo fragor crecía, crecía siempre; y yo avanzaba ya aturdido y ofuscado, y las ratas pasa. ban y pasaban víboras, gatos y lagartos; y un olor nau- seabundo se desprendía de la tierra; y ráfagas de calor intensísimo se sucedían á brevísimos intervalos, y nubes de espeso humo me envolvían. Luego, en el último recodo de la senda, ya solo ví fuego: era una hoguera inmensa, sin límites; llamaradas rojas subían desde la tierra al cielo, y en medio de las cuales solo se veían retorcerse los ar- bustos y doblarse semejantes á renegridos alambres. Ante el terrorífico espectáculo, pensé que la selva toda se incendiaba. Entonces, muda la razón, arrastrado por la instintiva fuerza que obliga al animal á separarse del pe- -- 70 - ligro, retrocedí espantado, y en la vertiginosa carrera aplastaba los reptiles que huían por el mismo camino, y corría sin esquivar las ramas bajas de los arbustos, ni las enredaderas que pendían de sus copas, ni las zarzas espi- nosas que me ensangrentaban las manos y el rostro. Agotadas las fuerzas, seca la boca, apretadas las sie- nes, convulso, delirante, cai postrado al pié del viejo timbó de la leyenda; y allí, tendido en el suelo con la ca- beza reclinada en el grueso tronco permanecí, sin ver, sin oir, sin pensar en nada, hasta que un rayo de luz iluminó thi cerebro, y el reposo devolvió sus fuerzas al cuerpo, y la tranquilidad al espíritu. Me levanté; con la fresca agua del arroyuelo apagué la sed, y refresqué las heridas de la cara y de las manos. La criatura racional, trasformada por el miedo en bestia humana, reaparecía grande, fuerte, soberbia, hermosa, Invoqué á Dios, y raudales de valor, de fe y de esperanza inundaron el corarón. Pensé en los seres amados, y las lágrimas humedecieron los hasta enton- ces secos ojos. Luego, tranquilo, sereno, resuelto y resig- nado á morir como hombre si fuera menester, me propuse averiguar la magnitud del incendio, su probable duración, sus consecuencias, y si era posible ó no evitar ser su víc- tima; y al efecto recorrí otra vez la única senda por la que se podía salir de la selva. Llegué a pocos pasos de su extremo, y allí pude convencerme que todo era ....... nada! El fuego había devorado la mitad de la seca paja del estero é iba á devorarla toda; pero el fuego de los cam- pos no penetra en las selvas: lamen las llamas sus orillas, carbonizan las zarzas y los arbustos que las rodean; pero el árbol vivo, rico en savia, las apaga. - 71 - Todavía el incendio seguía imponente, voraz, consu- miendo á pocos pasos de la entrada de la senda, los · troncos secos y las débiles ramas de la orilla de la selva. El espectáculo era grandioso, magnífico. Se oían millares de millares de estampidos semejantes á cohetes y tiros de fusil, y á intervalos detonaciones como de cañón; eran los chasquidos del cogollo de la paja que el fuego reseca, de las ramas que se tuercen, de los troncos que se rajan. Cuando las llamas llegan á envolver las copas de los grandes árboles, se oyè un chisporroteo igual al que produce el agua fría cayendo sobre aceite hirviendo. Las llanuras que separan á unos de otros bosques es- taban cubiertas de una capa de ceniza negra, entre la cual se veía, infinidad de caracoles carbonizados, y de trecho en trecho, gruesas serpientes muertas, sorpren- didas lejos de sus guaridas; y allá hacia el oeste, avan- zando con rapidez, y abarcando toda la ancha zona, las rojas devastadoras ráfagas de grande incendio. ¿Cuál era la causa de la imprevista quemazón? ¿Quién había prendido fuego al desierto campo? Difícil de saberlo. Tal vez algún indio rezagado de la andariega tribu; tal vez algún cazador de tigres, de regreso á su vivienda. Tam- bién pudiera ser la causa del incendio, el fuego que desde otro anterior llega á conservarse y va consumiendo len- 'tamente á un viejo tronco, hasta que en propicio instante comunica el fuego á las vecinas pajas, y el viento con ex- traordinaria rapidez convierte la pequeña llama en colosal hoguera. Con excepción de las épocas de grandes lluvias, en to- das las estaciones, se ven casi sin interrupción, grandes quemazones en los campos formosinos; pero si en al- - 72 - gunos casos causan serios perjuicios, por lo común son benéficas: destruyen infinidad de reptiles é insectos da- ñinos, ahuyentan las fieras, alisan la superficie de las llanuras, bonifican la tierra y mejoran los pastos. Ora en el vecino esteró, ora allende los lejanos montes, de día, espesas columnas de humo se elevan, perdiéndose en el vacío infinito de los cielos; de noche, hacia uno ú otro lado, como cráteres de volcanes encendidos, inmen- sas hogueras, se destacan en el fondo obscuro del hori- zonte: es el fuego que va llenando su misión transfor- madora: también la roja llama es factor del humano progreso. asook - 74 - guna. En efecto, pronto descubrís á corta distancia una larga fila de alza-primas. Al lado de la primera va un hombre á caballo. Se detiene la que forma cabeza, y en el acto se de. tienen todas las demás. Si la que se detiene ocupa un lugar medio en la fila, su conductor avisa al conductor de la alza-prima que le antecede y éste al de la que va más adelante y así sucesivamente hasta que el aviso llega al conductor de la primera, y entonces toda la tropa se detiene, sin alejarse en ningún caso unos de otros los vehículos que la forman. Detenida en su marcha la tropa es cuando podéis observarla y analizar los curiosos de- talles que ofrece aquel grupo de hombres, cumpliendo en medio de la soledad de las selvas la bendita ley del trabajo. . La alza-prima es un vehículo tan fuerte como sencillo: dos ruedas altísimas, un eje que las une, y un largo pér- tigo provisto de gruesas cadenas: eso es todo. El pértigo de resistente madera, colocado por encima y en medio del eje soporta todo el peso; en su extremo anterior está sujeto el yugo al cual se uñe la primera yunta de bueyes; en el extremo posterior, fuertemente atada, una gruesa cadena y en el medio otra igual; una y otra destinadas á levantar y sostener la viga ó vigas que lleva la alza- prima. De manera que la carga va debajo del eje y pér- tigo, y no arriba como en los carros comunes. El conductor se sienta en la parte media del pértigo, des- cansando los pies sobre las vigas que suspenden las ca- denas, y armado de dos picanas, corta la una y larga la otra; y desde allí dirige á las dos yuntas de bueyes que tiran de la alza-prima. - 75 - Dado el estado actual de los caminos y las condiciones especialísimas de los bosques formosinos, no es posible emplear un medio de transporte menos costoso, más útil y que con mayor facilidad y prontitud pueda prestar servicio igual al que la alza-prima presta; con excepción naturalmente, de cualquier vehículo que ruede sobre rie- les. Hasta tres mil kilos-puede cargar una alza-prima; pero por lo general el peso que llevan varía entre ocho- cientos y mil quinientos kilógramos. Antes, como todavía en muchas comarcas paraguayas, en la construcción de las alzas-primas no se empleaba más que madera: ni las ruedas tenían llantas ni el eje era de hierro; mas ahora se usa el acero en todas aquellas piezas en que conviene usarlo para que el vehículo resulte durable y sólido. Y por cierto que es menester que lo sea, no solo por los grandes pesos que está destinado á transportar, sino que también por la falta de buenos caminos, y porque muchas veces tienen las ruedas que pasar por encima de troncos más gruesos que los que llevan, y porque los barquina- zos y los choques, difícil de evitar en las selvas, son tan frecuentes como recios. Y si fuertes y resistentes son los carros, no lo son me- nos los hombres que los conducen. No siempre trabajan, mas cuando lo hacen, no hay hombres de otras razas que puedan igualarles en la penosísima tarea que pacientes y sufridos desempeñan. Trabajan casi desnudos: pantalón, que en muchos casos con más propiedad podría llamarse calzoncillo, camisa de ordinario lienzo, sombrero ora de paja, ora de fieltro, faja ó cinto de cuero, cuchillo ó puñal á la cintura y pañuelo de vivos colores al cuello, son las prendas que llevan sobre sí, y las que llevan sobre sí son - - 76 las que poseen; y muchas fueran si por lo común, ya por su demasiado uso no estuvieran inservibles. No debe atri- buirse á falta de perseverancia en el trabajo ni á los vi- cios, solo, tanta miseria, pues si bien es cierto que una y otra cosa contribuyen á ello, la causa principal consiste en lo poco que ganan con relación al alto precio que les cuestan las mercaderías que han menester para satisfacer sus más apremiantes necesidades: Muy pocos son los que pueden lucir sobre la rota camisa, viejo poncho de algo- dón ó saco de ligera tela; siendo más los que deben á su ingenio ó á la suerte en el juego, el poder llevar como preciada prenda y á manera de delantal, ancha piel de ma- mífero, curtida y bien sobada. . Durante la marcha el trabajo no es pesado, pues los adiestrados bueyes, con su maravilloso instinto, salvan por sí solos los obstáculos que se interponen á su paso; y asombra ver cómo cuando el grueso tronco ó el alto tacurú no puede pasar por en medio de la yunta y por debajo del eje de la alza-prima, con precisa media vuelta lo dejan á un lado, y los vehículos siguen la marcha, unos tras otros. Es sólo al pasar los arroyos ó cuando en el blando suelo de los esteros hasta la maza se hunde el carro, cuando es menester que los conductores pongan á prueba la fuerza, la agilidad y la maestría que poseen, para que la interrupción sea breve y no se sufran perjuicios de consideración. Pero horas tras horas pasan sin que ocurran en el lento viaje, tales accidentes, y entonces como si por impulsiva fuerza se vieran obligados á tomar parte en el concierto nocturno de las selvas cantan, y cantando con quejumbroso y tierno acento, cada cual recuerda ora á la madre que yace sepultada al pié del - 77 -- yatay vecino del paterno hogar, ora á la ingrata mujer amada que corrió en pos de otro hombre cuando aún sentía húmedos y tibios sus apasionados besos. Algunas veces, el canto del infeliz carrero del desierto no es más que la repetición continuada de una sola décima llena de melancolía, y que os hace recordar el pío pío del pájaro herido en las alas. Pocas veces caminan las alza-primas cuando el sol alumbra. Si se ve la luna se marcha toda la noche, si no se ve gran parte de ella. En la última hora del día se uñen los bueyes al yugo y los yugos se atan á la alza- prima, y cuando han concluído de comer los peones su cotidiano locro, se pone la tropa en marcha. Un número de bueyes, que está siempre en relación al de vehículos, los acompaña para que se puedan reemplazar los que se cansen ó por casual accidente se inutilicen. Si por la dis- tancia del obraje al puerto no puede hacerse el viaje en una sola jornada, en la mitad del camino una posta sirve de punto de descanso á hombres y animales. En ella se pasa el día, y al comenzar la nueva noche comienza también la nueva marcha. Aislada en el desierto, á la orilla de tupido bosque y so- bre la barranca de tortuoso arroyo está la ranchería de la posta: una larga habitación, una enramada espaciosa y un corral: es todo. Allí viven uno ó dos hombres con sus mujeres y sus hijos, y allí descansan de tiempo en tiempo, á la ida y á la vuelta los peones de la tropa del obraje, y allí quedan á reponerse los bueyes cansados en el pe- noso viaje. Bien provista está la posta si en ella hay charque, maíz, yerba, azúcar y sal. De frutas y miel abas- tece el bosque, de avestruces y gamas el palmar, de mu- - 79 - dos ó tres galletas, y en seguida cada cual va á su trabajo. Los que tienen que hacer un largo trayecto llevan consigo las provisiones para la comida de las doce, y no regresan hasta el fin del día. Cuando el sol llega al zenit vuelve otra vez á sonar la campana, anunciando la hora del descanso y la comida, esta vez, y en la siguiente, la vuelta nuevamente á la tarea, la que dura lo que dura el día. Ya de noche por segunda vez se sirve en cada choza el locro; con fre- cuencia después se baila y luego, cada cual se acomoda, lo mejor que puede para dormir; siendo los más aviados los que poséen un catre de lona ó cuero, y pueden en el con mosquitero pasar la noche tranquilos; otros duer- men en hamacas, ya solos, ya dos en una, acostados uno hacia una punta de la colgante red y el otro hacia la opuesta; y no pocos descansan sobre una piel, sobre un madero ó sobre un montón de paja seca; pero menos cuando llueve, todos duermen fuera de la pobre vivienda: Ningún día de fiesta se trabaja, ni se trabaja día lluvioso, pero en cambio se juega en todas las horas de esos días, como se juega en las de todos los otros, siempre que se puede; pues el juego es la pasión domi- nante en aquellos hombres, como es el baile su diversión favorita. Allí, puede decirse sin hipérbole que se juega hasta la camisa, porque en realidad la juegan cuando no tienen otra prenda, y si el que la expone al azar ó á la habilidad del contrario, la pierde, en el acto la saca de su cuerpo y la entrega; viéndose por eso obrajeros que una sobre otra llevan hasta seis camisas, mientras que hay quienes sobre las desnudas carnes se ponen el viejo saco á se las cubren con girones de burdas telas. Se - 82 - perdido por la manera primitiva como han sido explota- das las selvas argentinas. Del quebracho colorado, como de todos los otros árboles de la boscosa región, sólo se utilizaba hasta hace bien poco tiempo, el tronco, pero ahora, de cada ejemplar, dos postes para alambrados es lo menos que se sacan, y cada uno de ellos vale en el puerto de Buenos Aires un peso y cincuenta centavos; pero antes de utilizar las gruesas ramas del quebracho, se han cortado millares de ellos, lo que da la medida de las sumas perdidas. Os explicaréis fácilmente tal derroche sabiendo que los que hasta ahora han explotado las selvas de los territo- rios nacionales, salvo muy pocas excepciones, no son dueños de los árboles que cortan y destrozan, ni para tener derecho de hacerlo han pagado impuesto que corresponda al lucro que obtienen. Por igual razón se van perdiendo las especies de árbo- les más ricas y hermosas de la flora formosina, tales como el tatané, mora, viraró y palo-santo. Pero si por el alto precio de sus maderas los obrajeros han cortado todo árbol bueno de las cuatro clases nom- bradas, por su gran demanda y el gran beneficio que dejan, las cantidades gruesas las forman el quebracho blanco y el colorado, el virapitá, el urunday y el renom- brado lapacho. Pero lo más lamentable y perjudicial de todo cuanto se hace en los obrajes, en lo relativo al corte de árboles, es que para utilizar uno, pocas son las veces que no destru- yen diez: y sobre todo y ante todo el desmérito que los mismos que hasta hoy han explotado las selvas argenti- nas, han sido causa sufran las preciosas maderas de sus 1. - 83 - árboles, debido á la manera rutinaria y brutal de sus pro- cedimientos. Sin respetar estaciones se ha cortado el árbol vivo, y sin esperar estacionamiento se ha semi- formado la viga, y con toda la premura al mercado de venta se ha remitido. Naturalmente, luego de aserrada esa viga, no ha podido dar una madera apta para muchos importantísimos usos, y de ahí el desmérito y la vulgar opinión que atribuye la inferioridad de ellas sobre otras importadas, que en realidad son, por varios conceptos, menos estimables en sus respectivos empleos. Si los árboles de nuestras selvas se cortaran en la es- tación debida, después de haberseles extraído, en pié, la savia que les da vida, y luego se les dejara estacionar antes de labrarlas, las maderas de la flora de nuestros territorios del norte, tendrían muy superior demanda á la que hoy tienen y se les daría un mérito que está hoy lejos de acordárseles. Cuando hay en el obraje suficiente cantidad de madera cortada en sus varias formas, y el estado de los caminos no lo impide, se procede á cargar las alza-primas. En- tonces, cada cual hace galardón de fuerza y maestría en la difícil y pesada tarea de levantar y sujetar los largos trozos en el vehículo. Se separa la viga que se va á car- gar de las que están con ella, se coloca la alza-prima, de la que se le han desunido los bueyes, de modo que el pértigo corra en el mismo sentido que la viga, luego se baja la parte posterior del vehículo hasta hacerla tocar con aquella, se pasan las gruesas cadenas por debajo de la viga, y en seguida tirando del pértigo se coloca el vehículo en posición opuesta para poder así levantar el extremo anterior de la viga, y sujetarla á la parte media - 84 - del pértigo, con lo cual levantado éste y colocada dere- cha la alza-prima queda cargada y en perfecto equilibrio. Pero para poder mover las pesadas y largas vigas, ha- cerlas girar en todos sentidos, levantarlas por un extre- mo ó por el otro y suspenderlas del fuerte pértigo de los altos vehículos, es menester la fuerza y la habilidad de aquellos hombres que son maestros consumados en el difícil manejo de la palanca. x Villa Emilia En la planicie más elevada y hermosa que se encuentra o entre el Pilcomayo y el Bermejo, en la margen Argentina del río Paraguay, se levantan las primeras cons- trucciones de un naciente centro de población – Villa Emilia — cuya fundación se debe á propósito grande y generoso: convertir en emporio de producción y de riqueza, feracísimo, pero desierto é inculto pedazo del patrio suelo. Se sirve y prueba el amor á la patria, no solo comba- tiendo y muriendo por su independencia, su libertad y sus instituciones en los campos de batalla, sino también, aumentando su renombre y su gloria con triunfos alcan- zados en las artes y en las ciencias, y de igual manera, cuando se acrecenta su riqueza y poderío transformado en artefactos sus productos naturales y convirtiendo por medio del trabajo su tierra en oro. Al anhelo de ser así útil á la patria, unido á la nobili- sima ambición de dar, en ubérrimo suelo, hogar propio á numerosas familias, y recibir después de ellas, al andar del tiempo, en pueblo de nombre amado, pruebas de gra- titud por beneficios exparcidos á manos llenas, ha sido, - 86 - pues, la causa generadora del improbo trabajo, de la perseverante lucha, del esfuerzo colosal, de los inmensos sacrificios que ha requerido el pretender llevar a cabo el grandioso pensamiento. --- El afán de pecuniario lucro, fué siempre en la empresa parte secundaria y sino se ha alcanzado el cabal fin propuesto, los sufrimientos y las pérdidas habidas se tienen menos en cuenta, que el no haber podido llegar á la realización completa de la idea, aún cuando el resultado hubiese sido en absoluto igual- mente negativo, para quien la concibió y se propuso con- vertirla en hechos. No comprenderán esto, los que solo viven de la mate- ria; y los que solo al éxito doblan la cerviz, creerán que no hay mérito porque no se llegó al fin, olvidándose que, aun cuando para el que en la lucha sucumbe, no haya provecho alguno, tanta gloria le corresponde al soldado que cae en medio de la batalla, como al que recibe des- pués de ella, los premios á la victoria discernidos. En la creación de la colonia «Emilia», ha sucedido lo que de ordinario acontece á los iniciadores de grandes empresas : sufren y pierden, y el provecho corresponde á los que vienen en pos de ellos; y con mayor razón, cuando como en el presente caso ninguna ayuda oficial se debe. El fundador de la colonia «Emilia » compró la transferencia al derecho á. colonizar en el territorio de Formosa, cuarenta mil hectáreas cuadradas; y luego de acuerdo con la ley y al precio fijado por ella pagó al Gobierno Nacional, al contado, su justo precio. Y no se le han acordado, ni recompensas, ni prerrogativas, ni excepciones de ninguna especie. Era un desierto. Desde el riacho Monte Lindo hasta - - 88 sos, debe calcularse lo que costó el llevar á cada una de ellas, al nuevo centro agrícola que con pobilisimo inte- rés y patriótico entusiasmo, se quería fundar en el territo- rio que ocupa el extremo norte de la República, sobre el gran río Paraguay. ¡Pero, que inmensa suma de trabajo, que lucha, que perseverancia para conseguir gente laboriosa, abnegada y fuerte, que quisiera ir á poblar un desierto! Las condi- ciones ofrecidas á los agricultores eran en sumo grado ti- berales y convenientes. Se les vendía la tierra á largos plazos, se les facilitaba los útiles de agricultura y simien- tes, se les dispensaban todos cuantos auxilios hubieran menester, y se les daba gratuitamente el pasaje hasta la misma chacra ó quinta elegida en la colonia. A pesar de todas las medidas tomadas para no mandar sino personas que fueran aptas y capaces de cumplir las duras condiciones de transformadores de un desierto, en campo de producción y de riqueza, de cada tres familias, que llegaban á las orillas de los tupidos bosques formosi- nos, apenas una ha quedado y se ha radicado en los mis- mos sitios que ocupaban los seculares árboles que fué necesario derribar. No se dió preferencia á nacionalidad ninguna; y toda familia que comprobaba su buena conducta y su amor al trabajo, allá iba. Á los pocos meses se oían en medio de las frondosas selvas que riegan los afluentes del gran río, á la par que los secos golpes del hacha, los diversos acentos de los hombres de casi todas las naciones de Eu- ropa: había allí italianos, españoles, franceses, alemanes, ingleses, suecos, dinamarqueses, suizos y noruegos. Agregad á hombres, mujeres y niños de esas distintas - 89 – nacionalidades, hombres, mujeres y niños argentinos, paraguayos y bolivianos; y además indios de ambos sexos y de todas edades, de varias tribus, y podréis figu- raros el curioso espectáculo que ofrecerían cuando en festivo día se agrupaban sobre la alta barranca del puerto á la llegada del vapor portador de víveres y de nuevas, con anhelo esperadas de las lejanas nativas comarcas, por aquellos seres en tan apartado rincón del mundo, reuni- dos por el afán de enriquecerse ó por la legítima ambi. ción de conseguir levantar én tierra propia abundoso hogar. Para dar desde sus comienzos movimiento y vida á la colonia, decidió su fundador implantar en ella una indus- tria, que por diversos conceptos fuera de real utilidad para todos sus pobladores; y al efecto se empezó á insta- lar en debida forma grande y completo aserradero á vapor, que hoy funciona, convirtiendo diariamente en productos industriales centenares de árboles. Todo hacía presagiar que, después de vencidas las dificultades inherentes á todos los principios, y los incon- venientes que llevan aparejadas las grandes empresas, en sitios apartados de centros importantes de población y de comercio, la vida de la colonia sería próspera, y todos los que de una manera ú otra á ella estaban liga- dos, verían por el éxito sus esfuerzos compensados; pero un cúmulo de acontecimientos extraordinarios, trajo atra- sos, sufrimientos y pérdidas sin cuento. Cuando una cin- cuentena de familias levantaba sus viviendas en el terreno por cada una de ellas elegido, coincidiendo torrenciales y prolongadas lluvias con las grandes crecientes que de diez en diez años, uno ó dos más o menos, hacen desbor- - 94 - á instintiva fuerza, avanzaban en inmensísimas cantida- des hacia contrario rumbo al traído por sus progenitoras. Las langostas cuando solo saltan son infinitamente más perjudiciales que cuando ya aladas vuelan. Siempre el número de las saltonas es mucho más grande que el de las voladoras; y más difícil es combatirlas una vez que han invadido el campo cultivado. El ataque fué repentino. Una mañana el suelo, en los parajes desnudos de yerba, parecía ondular como las aguas de un lago, tal era la inmensidad de los devora- dores insectos que marchaban hacia los hermosos taba- cales. Primero se organizó la defensa común: se hacían desviar las columnas invasoras con fogatas; se cons- truían zanjas en torno de los campos cultivados; y cuando ya en medio de los tabacales no había otro re- medio, se arrancaban de raíz las plantas, y se azotaban las saltonas con látigos de alambre. Pero la cantidad de los invasores era inmensa, y por su inmensidad incons- trastable: apenas apagada una hoguera era menester encender otra, para que la columna que sucedía inme- diatamente á la que acababa de pasar no avanzara; las zanjas se llenaban en menos tiempo del que era necesa- rio para abrirlas; y los miles de miles de saltonas que morían bajo el hilo de acero del látigo, descargado con rabia, se reemplazaban multiplicándose de tal manera, cual si por una muerta mil nacieran. No se daban horas ni para comer ni para dormir, y no obstante la ola des- tructora avanzaba, avanzaba siempre ganando terreno. Al obscurecer, las numerosas mangas del tenaz insecto detenidas á las orillas de los tabacales trepaban a los árboles que forman marco á los desmontes practicados - . 95 . - . en medio de los bosques, y cubrían los troncos y las ra- mas, y en las primeras horas de la mañana saltaban des- de arriba sobre las lozanas plantas, y con extraordinaria rapidez las devoraban. ¡Qué desesperación! ¡en horas iba á perderse el trabajo de tantos meses!" Al tercer día, aumentó el número de los puntos inva- didos y la cantidad de los invasores; y entonces la pro- pia conservación obligó a cada cual á defender su pro- piedad, y la división de las fuerzas produjo como natural consecuencia la debilidad é insuficiencia de los esfuerzos de cada familia y de todas á la vez. Se hicieron trabajos inauditos para conseguir la salvación de parte de lo que se había sembrado, pero todo fué inútil: en diez días quedaron asolados los espléndidos y magníficos tabaca- les de la Emilia ; y en las doscientas hectáreas de des- monte solo se veían en los lindes de cada propiedad, las rastreras guías de los melones, única planta respetada por las langostas... Tremendo golpe fué para la Emilia y sus bravos agri- cultores la pérdida de la valiosa cosecha; lograda ese año, el éxito hubiera recompensado todos los sacrificios, la población se hubiera duplicado, y un verdadero nuevo pueblo se levantaría hoy sobre las márgenes del río Pa- raguay; malograda esa cosecha, el desaliento y la falta de recursos ha alejado á una parte de los habitantes de la colonia, y las dificultades consiguientes á cuatro años de lucha sin recompensa alguna, han producido las lógi- cas consecuencias. Pero en el desierto de ayer, dos establecimientos in- dustriales, en los cuales el vapor mueve numerosas y perfeccionadas máquinas funcionan, y en un centenar de - 98 -- nas de las lomas, se veía el suelo cubierto de su esplén- dido verde manto. Para mayor desventura, los pocos caballos con que contaba la administración de la colonia, se habían ido muriendo: solo quedaba uno: el mal de caderas había concluído con el resto. En tales circuns- tancias, desaparecieron un día los bueyes y lecheras de la colonia; y por más que se buscaron por los vecinos campos, no se logró dar con ellos. Entre las familias agricultoras, en su mayor parte europeas, había algunas que tenían niños pequeños, y para estos el extravío de las lecheras era un nuevo y muy grave inconveniente: á la leche no la reemplazaba de modo alguno para el niño, la miel olorosa y delicada que en abundancia suma en- contraban los colonos en los cercanos bosques. Algunos días después de aquel en que habían desapa- recido las lecheras, se presentó de improviso á los aba- tidos colonos, un hombre que al verle estaban aquellos muy lejos de pensar cuantos servicios les prestaría y cuanto bien de él iban á recibir. Era un indio alto, delga- do, bien proporcionado, de hermosa planta y varoni] presencia. Su rala barba y sus lacios cabellos negros como el azabache, contrastaban con el marfil blanquísi- mo de sus grandes dientes. Las maneras desenvueltas y la tranquilidad y confianza con que se presentaba, deno- taban claramente que estaba acostumbrado al comercio y trato de los hombre civilizados. Frisaba en los cin- cuenta años, pero era aún fuerte como el tapir, ligero como la gama, ágil como el gato de los montes que le vieron nacer. Su traje se componía de un viejo calzon- cillo de lienzo, una camisa de bordato, y un sombrero de paja de anchas alas ribeteadas con negra cinta de algo- - 102. - teando desde la vecina laguna hasta la profunda hende- dura abierta por el torrente de las grandes lluvias, en la gredosa barranca; más tarde cuando ya la piedra de su honda hería siempre á la garza-mora, el hilo de agua se había transformado en ancha zanja murmuradora; luego la zanja convertida en arroyuelo, se había ido prolon- gando hasta perderse en el palmar extensísimo; y des- pués ya ensanchado y profundo, cuando se desbordaba, arrancaba los árboles de cuajo y los arrojaba al río, y sus aguas arrastraban las bayas del algarrobo y las flores del ceibo que crecen en sus orillas. Pero donde Pirú se mostraba batallador, tenaz y fuerte, era en la guerra con los loros. Los bulliciosos pájaros atacan sin descanso los maizales cuando están más loza- nos y hermosos; y si no se les combate, causan enormes perjuicios, comiendo y.desflorando los granos tiernos, lechosos y dulces de la gruesas y bien nutridas espigas. No son ciento, ni son mil; son bandadas numerosas que se renuevan sin cesar, aturdiendo con su charla sempi- terna. Se posán en los árboles de los bosques limítrofes y así que ven el campo libre, se lanzan á su obra de des- trucción; abren la chala que cubre la espiga y comen un grano é inutilizan diez, y luego pasan á otra y otra es- piga, causando así grandes perjuicios. Desde que el día empieza hasta que el día acaba dura la lucha; y sólo después de incesante y cruel persecución el maizal se ve libre de sus enemigos. A los loros se unen las cotorras 'tan dañinas y de tan bello plumaje como aquellos. La lucha es sin cuartel: espiga que desnuda el encorvado pico, es espiga perdida; pero loro que cae herido, á la cazuela va. Y al de loro, como tierno y sa- - 103 --- COS. . broso, no le supera el pichón de paloma. Ayudábanle á Pirú en la contienda contra los pintados pájaros, todos los miembros de su familia, y en recompensa con los que caían, se daban diarios banquetes; juntos hervían en el mismo caldero, los choclos destrozados con los loros muertos. Después Pirú, fué siempre el elegido para todo trabajo que requería un hombre de confianza y de valor, pru- dente y perfecto conocedor del teatro en que se actuaba. Tu rota, ordinaria camisa ; oh leal y valiente indio ! semi- cubre un pecho, cuya generosidad y nobleza muchos hombres cultos hubieran menester. La mayor parte de las veces que había que mandar un chasque á la capital del Territorio con urgencia para traer ó llevar valores, Juan Pirú, era el designado, y él acep- taba complacido la misión. Cien kilómetros entre ida y vuelta se debían recorrer á pié, atravesando campos bajos en ocasiones cubiertos de agua, arroyos caudalosos que pasar, bosques solitarios que costear, sin embargo, menos de cuarenta y ocho horas bastaban al bravo indio para estar de regresó y dejar cumplida la misión que se le encomendara. Por únicas armas usaba un cuchillo y una rama de laurel llevada al hombro, y de cuyo extremo pendía descolorido pañuelo de algodón, pobre alforja que no guardaba más que galletas duras, tiernos cogollos del caranday, y los frutos al pasar tomados del guayabo sil- vestre. El sentimiento del derecho emanado del deber cum- plido es natural en el hombre, sea cual fuere su grado de cultura moral é intelectual; y sólo deja perder los benefi- - 104 – cios inherentes á su derecho cuando la fuerza prima so- bre la justicia. Por eso Juan Pirú, era tan exacto en el cumplimiento de sus deberes, como exigente en reclamar todo cuanto por derecho le correspondía, y no permitía nunca la menor infracción á lo pactado. Su ración debía ser fiel y fatalmente entregada el día señalado. Medio kilo de sal por semana era demasiado para las necesidades de toda la familia, y siempre había reserva de ella en los toldos de Pirú; mas esto no importaba y la pedía y la re- clamaba con igual imperio, al que le impusieran las más apremiantes necesidades. Y tenía razón el pobre indio, y no era el mezquino sentimiento de la avaricia quien le hacía reclamar la entrega exacta de la que correspondía; la sal es siempre en las chaqueñas comarcas importante artículo de intercambio; y el pobre indio permutaba la que le sobraba por los artículos que más falta le hacían. El domingo era el día de las raciones y siempre casi á una misma hora, Pirú seguido de toda su familia se pre- sentaba á recibir la que le correspondía. Entonces que- daba constatado todo el aprecio y el cariño á que se había hecho acreedor: los cristianos, europeos y ameri- canos lo recibían con exclamaciones entusiastas. ¡Ahí está Pirú, el gran Pirú, el indio bueno y amigo! ¡Viva Pirú! Los hombres, las mujeres y los niños de las otras familias de su raza, con respetuoso silencio, se apartaban deján- dole libre el paso. Y Pirú avanzaba siempre igual, siempre tranquilo, reposado, sin que nada alterara las líneas gra- badas por el sol y el tiempo en su cara de bronce. Después, cuando había recibido sus raciones y las había repartido entre los suyos, se sentaba en el tronco de un árbol á la orilla del gran río, viendo gozoso correr - 105 á su derredor á los pequeñuelos de la familia, y llenar á las jóvenes indias las vasijas de barro que conservaban fresca el agua con que apagaba su sed cuando regresaba sudoroso al toldo, de la larga jornada del mediodía. Así pasaban los meses, y al fin de cada uno de ellos cruzaba Pirú una de las veinte rayas que en cuatro gru- pos había marcado bien profundamente en el tronco de secular, guayaibí: número igual al de sus dedos é igual al de los meses al fin de los cuales tendría derecho de pedir se le diera en propiedad.... una yegua (por temor al enojo de las bellas que estas líneas lean, no me atrevo á repetir las palabras con que el indio ignorante expresó lo que deseaba, se le diera, en recompensa de sus servi- cios). La última de las veinte rayas del guayaibí, fué cru- zada y el mismo día exigió Juan Pirú, la inmediata entrega de la yegua prometida. Se le dió el derecho de elección, como premio á su buen comportamiento y él no perdió tiempo: en el acto señaló una yegua arisca, pero joven y que no tardaría en ser madre. Previo el competente per- miso, enlazó y se apoderó de la yegua. Pero entonces, no era tan inculto, para no saber que la simple posesión no le daba la propiedad definitiva, y reclamó el boleto de venta legalizado en forma. Se le dió el título de propiedad y entonces fué aquel un día de ver- dadera dicha para el pobre indio. Al fin había conseguido una grande aspiración de su vida : ser dueño de una ye- gua. Una yegua que sería el origen de muchos caballos que los cristianos no podrían quitarle, porque le pertene- cían legítimamente; y tener muchos caballos así, era ser rico; porque después cambiaría caballos por vacas, y las vacas le darían bueyes, y con los bueyes abriría surcos - - 106 para él en la tierra feraz que le daría doradas espigas y le daría sandías de dulcísimo y rojo corazón! ¿Podía haber una aspiración más legítima? Por cierto que no. El logro de esa legítima aspiración, dió grandes y benéficos resultados: muchos otros indios quisieron llegar á ser por medio del trabajo como Juan Pirú, propietarios. ¡Ah! con algunos miles de yeguas dados de igual manera, tendría la patria más hijos y menos campos desiertos. Cuando la yegua de Pirú le dió un potrillo, su alegría y la de todos los suyos, fué in mensa. Empezaban ya á ver los frutos de la propiedad y la riqueza de la familia libre de una sola eventualidad fatal. El potrillo nació entre los toldos; tan mansa había llega- do á ser la yegua, dos meses antes arisca y asustadiza que eligiera el perspicaz indio. Cuando por ver lo que contestaba, alguien le ofrecía comprarle la yegua, Pirú contestaba diciendo: si se corta el primer ingá que nace en el bosque antes de ver crecer sus retoños, no comen los indios de los toldos vecinos dos años sus dulces frutos. Y cuando se le pedía á uno de sus hijos ó á una de sus hijas, con otro her - mosísimo ejemplo, contestaba siempre: cuando se cubren de plumas sus alas y ya son fuertes, vuelan del nido en que nacieron los pichones, más nunca de él los arroja el pá jaro de las selvas. . - - - - - - - = 109 – Explotarán su ignorancia, - que así siempre y en todas partes lo hace la avaricia; - y le darán por las pieles que consiga con fatigoso trabajo mezquina suma de dinero, que no le alcanzará para adquirir lo poco que ha menester; pero volverá á la brega sin buscar nuevo empleo á su ac- tividad ni mayor recompensa á sus esfuerzos. No cambian jamás de formas las hojas de los árboles, ni de costumbres los hombres que pasan la vida siempre entre aquellos. Pero es feliz. Nació como su compañera sobre los jun- cos de una isla. Ambos se criaron cortando con sus cuerpos la corriente del río, buscando á las fieras en me- dio de las selvas, comiendo miel y aspirando el aroma de las flores. Y el río y las fieras les han dado fuerza y valor; y la miel y las flores en las formas belleza, y dulzura en el alma. Los unió la propia voluntad, y se aman y son libres. Ella se hace adorar respetándole á él, y él respetar ado- rándola á ella. De la costa del arroyo los arrojará el progreso á una isla, y de la isla á otro arroyo, avanzando forzosamente en sentido contrario al de la corriente del río. Tendrán muchos hijos, y cuando uno muera el otro clavará sobre la tumba una cruz, y colocará en el sagra- do signo una tira de lienzo, para que cuando le llegue la postrera hora de vida, no falte á sus almas un lazo con que ligarse en el cielo para siempre. Muy semejante á ésta es la historia de todos los car-, pincheros. Levantan sus viviendas en la playa de una isla, en la boca de un arroyo ó en la costa de una laguna, bien cerca del agua y bien oculta entre los árboles. La canoa con sus palas listas para bogar y los numerosos perros flacos tendidos sobre la arena en torno de la choza, no faltan nunca. Pocas veces viven juntas dos ó - 114 – cualquier cosa la mancha y la hiere. Encontráis reser- vado á quien no consideráis verdadero amigo y su reserva no os ofende; pero os oculta algo el hombre por el cual sentís el nobilísimo afecto de la amistad y su silencio es espina clavada en el corazón. El amigo lo es siempre, ó se convierte en enemigo. Jamás reemplaza la indiferen- cia á la amistad. Ricardo y Raul trataron de engañarse reciprocamente, y la mentira trocó el cariño en odio. Ninguno de los dos tenía motivos para creerse preferido por la bella Lucía; pero esto mismo aumentaba el despecho y los celos. En el mismo naranjal en que la vieran por primera vez, se encontraron los dos una noche en que la luna bañaba la tierra con su luz hermosa, pero no tan intensa como la que al verse brilló en los ojos de aquellos dos hombres. - ¿Qué haces aquí? preguntó Ricardo con amenazador acento. - Busco á quien tú buscas, contestó Raul, en el mismo. tono. - Yo amo á Lucía. -Y yo he jurado que será mía. - Luego, uno de los dos debe morir. - Así lo creo y lo deseo. --- ¿Tienes armas ? - Sí. - Defiéndete, pues. - Por Lucía. No se habló más. Anchas hojas de acero brillaron en las manos de los dos hombres. La lucha fué brevísima. En la primera envestida los dos puñales quedaron teñi- dos de escarlata; en la segunda, uno de los combatientes - 115 - midió con su cuerpo el suelo; el otro, después de algunos instantes de perplejidad, se alejó precipitadamente. Esa misma noche el padre de Lucía, sabio naturalista alemán, recogió y llevó a su casa á Raul, gravemente herido de dos puñaladas. De Ricardo no volvió á saberse más nada. Las autoridades le buscaron con empeño y actividad por todo el territorio de la República, pero sin resultados positivos. La convalecencia de Raul fué larga y penosa; pero no se quejaba de los sufrimientos físicos que le tenían pos- trado en el lecho, y por el contrario, deseaba su prolon- gación. Lucía era su enfermera. Esta adivinó desde el primer instante que ella había sido la causa de la lucha entre Ricardo y Raul. Después el herido y la enfermera con el sublime lenguaje de los ojos se dijeron cuánto se amaban. .. Acontece a menudo en los trópicos que, en un bello día, y cuando menos se puede esperar la tempestad, de repente negros nubarrones cubren el azul del cielo, y la lluvia, el rayo y el viento hacen temblar todo cuanto se levanta sobre la superficie de la azotada zona; y como las tempestades en los trópicos son las tempestades en la vida humana. El mismo día en que Raul abandonaba el lecho, el padre de Lucía le hacía saber la declaración de la guerra entre el Paraguay y la República Argentina y sus aliados, y las medidas rigurosísimas dictadas por Ló- pez sobre los extranjeros. La urgencia de una resolución extrema se imponía de una manera brutal. La familia ale- mana podría tal vez permanecer en el Paraguay, pero el joven argentino que siempre había hecho alarde de amor á su país, no. Se convino, pues, como lo más factible, - - 116 que dos días después, pasara al Chaco y permaneciera oculto entre las vírgenes selvas del desierto território, hasta que las circunstancias le permitieran evadirse. Sus generosos protectores no le abandonarían. El día indi- cado Raul estaba en la opuesta costa. . Á unos doscientos metros de la orilla del río, tras un tupido cañaveral y en la punta de angosta loma, que se prolonga hacia el interior, disputando el espacio á secular tatané de agujereado tronco, se levanta robusto algarrobo, cuyo pié se divide casi al salir de la tierra, en dos gruesos brazos que arqueándose, en opuestas direc- ciones, forman ancho seno bajo la verde bóveda. En las postrimeras horas de la tarde de ese día, afaná. base Raul en atar a la mayor altura posible, en los ar- queados brazos del algarrobo, las cuerdas de una hamaca de fibras de ibirá. Conocíase que Raul era hombre á la vida á las selvas acostumbrado, y que la soledad en que se encontraba no le causaba gran temor. Sin embargo, de rato en rato, una sombra de tristeza empañaba sus ojos y una inquieta zozobra se reflejaba en sus facciones. Así que hubo ter- minado de atar la hamaca, asegurar su valija, y colocar las armas al alcance de su mano, Raul cruzó los brazos sobre el pecho, levantó los ojos al cielo y elevó una ple- garia á Dios; luego sacudiendo su hermosa cabeza, como lo hace quien así pretende desechar las penas que le abruman, se tendió dentro de la colgante red, á la que con gran maestría imprimió suave movimiento ondulatorio. Poco después, y á pesar de los peligros que encerraba aquella selva virgen, se quedó profundamente dormido. A media noche, cuando la luna llena cruzaba en el cielo - 120 - efec sus ropas y sus provisiones, hicieron aquellos dos hom- bres un solo acerbo; y considerándose fuertes por la unión ya nada temieron y desde ese instante se apresta- ron á la lucha. Desde el primer momento estuvieron de perfecto acuer- do en considerar como árduo y difícil el poder llegar hasta el campamento del ejército argentino. Aunque el río debía estar muy vigilado por los paraguayos, y aunque no sería fácil apoderarse de una embarcación cualquiera, esta vía era la única que tenían, pues por tierra no era posible hacer el trayecto que les separaba de sus compa. triotas. No existían caminos por los cuales pudieran atra- vesarse las dilatadas y añosas selvas que cubrían todo el territorio; ni puentes para atravesar los numerosos ria- chos que lo cruzaban en todas direcciones; ni poseían elementos de movilidad, ni tenían instrumentos que les permitieran orientarse una vez internados en medio de los bosques interminables que bordan las orillas de los arro- yos ó de los palmares ilimitados que ocupan las planicies. No podrían pensar en construir una canoa, porque para ello les hubiera sido necesario permanecer en la orilla del río por algún tiempo, y esto era en extremo peligroso, - pues casi diariamente sus costas así como la de los afluen- tes navegables, eran visitadas por embarcaciones para- guayas que les hubieran descubierto. Lo más sensato era esperar á que el ejército aliado se aproximara á aquella altura, ó que sus buques lo hicieran; y esto fué lo que determinaron; dejando á lo imprevisto el cambio de la resolución adoptada. El sabio naturalista alemán que ha- bía prometido á Raul hacerle una visita cada mes, les tendría al corriente de todo cuanto les pudiera convenir. umas - 122 - daron en sacos de cuero, bayas de algarrobo que colga- ban en sartas de los gajos de los árboles, carne seca de tapir y de ciervo. Las viandas frescas consistían en carne de gama, mulitas, huevos de avestruz y de pato, cogollos de palma y frutas silvestres variadísimas. La única bebida era la fresca y cristalina agua del correntoso arroyo. Estaban, pues, relativamente bien instalados, y los ali- mentos les sobraban; pero esto y las pompas de la es- plendorosa naturaleza de que gozaban por completo, no les era suficiente. La selva es templo en el cual el hombre culto aprende, que para llenar su misión y cumplir su des- tino menester le es vivir rodeado de sus semejantes. Pasaban los días y pasaban los meses, y el destierro en medio de las selvas se hacía más y más penoso para Ricardo y Raul, que anhelaban verse en los campos de batalla al lado de sus compatriotas. El penúltimo día de cada mes, se ponían los dos en viaje para el sitio de la costa en que debían esperar al sabio alemán, que jamás dejaba de acudir á la cita. Inmensa era la ansiedad con que aguardaban la hora de la entrevista. ¿Coronaba con sus laureles la victoria las armas de la patria? ¿Se acer- caba el momento en que pudieran salir de la inacción en que estaban? ¿Habrían alcanzado los rigores de la gue- rra á herir á Lucía y á su generoso padre? Todo eso y mucho más era lo que esperaban saber en cada nueva visita. Acompañado únicamente de un fiel compañero, de su misma nacionalidad, llegaba el sabio alemán á la desierta costa y con toda cautela se aproximaba al sitio donde le esperaban los jóvenes argentinos. Después de las natu- rales manifestaciones de cariño, el buen amigo les ente- - 123 - raba de todo cuanto sabía: los ejércitos aliados avan- zaban, pero con gran lentitud; la escuadra amenazaba forzar la entrada del río, pero los paraguayos fortificaban cada vez más los puntos estratégicos; todo el país se con- movía de un extremo' á otro; López dictaba cada día nuevas medidas de rigor y aplicaba castigos crueles por delitos reales o imaginarios; la miseria se hacía sentir de una manera espantosa; los extranjeros sufrían á la par que los hijos del país. Luego les entregaba la ropa y los comestibles que podía traerles y abrazándoles se volvía rápidamente. Al regreso, la tristeza reemplazaba á la esperanza. ¡Aún esperar todavía! En la última entrevista fué peor. El sabio naturalista les había dicho que temiendo por la suerte de Lucía había escrito á un cónsul extranjero que residía en la Asunción, pidiéndole les diera seguro asilo para poder terminar la comisión científica que desempe- ñaba por orden del gobierno de su país. Que una vez recibida la contestación se embarcaría para la capital con su hija; pero que antes, iría á despedirse de sus amigos, y que dejaría en Villa Oliva á su fiel ayudante, hasta tanto que ellos tuvieran que permanecer ocultos, para que les tuviera al corriente de los sucesos. No po- dían observar nada á tan prudente conducta, pero el anuncio del próximo alejamiento del generoso amigo les enlutó el corazón; mas si lo sentían por ellos se alegraron por Lucía y su padre. - Ricardo, que había tenido la noble franqueza de de- clarar á su amigo, que la pasión que Lucía encendiera en su corazón, no había dejado en el rastro alguno, despues de la escena de sangre de que habían sido actores, tra- - 124 - taba de calmar el dolor que experimentaba Raul. El re. cuerdo de la patria era el bálsamo de que se servía para amenguar los sufrimientos de su compañero. Aquel mes'le pareció muy largo; y era Septiembre con todas sus galas primaverales. Habían cesado las copiosas lluvias del invierno, y un cielo sin nubes dejaba al sol bañar á la tierra con torrentes de luz. Concluían de abrir- se las crisálidas y millares de millares de mariposas cru- zaban en todas direcciones el espacio inmensísimo de los pajonales; y millares de millares de insectos daban con sus élitros brillo metálico al suelo de las selvas. Tam- bién. concluían de abrirse las yemas de los árboles y el verde claro de las hojas nuevas resplandecía por do- quier. Se vestían de rosas los lapachos; se aflojaban los broches que sujetaban los nacarados pétalos de las or- quídeas, y se llenaba el bosque de suaves y delicados olores. No cesaba el piar en los nidos, ni el rápido giro de los reptiles en torno de los troncos y á orillas de los arroyos. La vida en la sangre del animal y en la savia de la planta, circulaba á torrentes. Solo para la criatura privilegiada, para el hombre, no bastan el calor y la luz de la primavera para gozar de la vida. Antes de la hora acostumbrada, en el último día de Septiembre, Ricardo y Raul se pusieron en marcha para la orilla del río; y en menos tiempo que el empleado de ordinario salvaron las cuatro leguas que separan el asilo del bosque del punto de reunión en la ribera del Paraguay. Llegaron y tuvieron que esperar. Pasaron mu- chas horas sin que vieran desprenderse de la opuesta orilla la canoa pintada de rojo del fiel amigo. No la co- lumbraron tampoco atada como de costumbre á la sombra - 128 – Al salir de la tropical selva, es ya ancho y profundo el cauce, altas las barrancas, incontrastable la fuerza de su corriente. Allí empiezanse á ver flotar semi-sumergidos gruesos troncos arrancados de cuajo por las aguas en las crecientes, de las socabadas orillas. Desde allí, ya no puede decirse que atraviesa selvas, sino que exuberantes y extensísimas selvas embellecen sus riberas. Es ya gran río. Empero, desde los 16°15' de latitud sur, hasta el ma. cizo de Diamantina á los 14020', no es navegable. Obs- truyen su curso gruesos troncos en el fondo hundidos, numerosos bancos de arena, y puntas de piedras de trecho en trecho enfiladas de una á otra orilla. Riega y fertiliza comarcas dilatadas de cuatro nacio- nes, y las cuatro naciones son tributarias suyas, y como tributo le dan las aguas de extensos llanos y elevados montes. El Brasil, en cuyo territorio nace, por numero- sos afluentes le lleva las que bajan de los solitarios valles de los Parexis y de las ramificaciones que se extienden hacia el Sudeste; Bolivia, por el Tucabaca é infinitos riachos contribuye á engrosar el caudal de sus aguas, con las que recogen en sus planicies orientales, y por el Pilcomayo, con las que descienden de las sierras que circunvalan á Chuquisaca; el Paraguay por diez y siete ríos, desde el Queyma hasta el Tebicuary, derrama en la gran corriente que le da su nombre todas las aguas de la cuenca occidental de la cadena de montañas, que corre de Norte á Sud de un extremo á otro de la república; la Argentina le lleva todas las aguas de la planicie formo- sina, y por el Bermejo la de las nieves que coronan los altos picos de los contra-fuertes andinos. Y también le - 129 - dan polvo de montañas; y ese polvo que baja de cordi- lleras separadas por inmensísimas distancias, confundido por el continuo movimiento de las olas, sirve después de base inconmovible á grandes islas; así como hombres de distintas razas, confundidas por el eterno pasar del tiempo, serán principio de poderosísimos pueblos habitadores de las hoy desiertas comarcas que atraviesa el gran río. Después de reunirse con su primer caudaloso tribu- tario, el Cuyabá, cambia de aspecto la margen izquierda: los bosques gigantescos se alternan con campos limpios, en los que comparte de las abundosas yerbas de extensos prados, con el jabalí y el tapir, el corpulento toro de grandes astas. Pocas islas y menos arrecifes dificultan desde allí la navegación hasta su confluencia con el Paraná. i A medida que se avanza hacia el Sud, la flora y la fauna van cambiando; pero esos cambios no importan en manera alguna disminución de belleza ni de riqueza. Siempre la misma infinita gradación de colores, de for- mas, de olores, de armonías: el metálico brillo de la plata y del oro en la escama del pez y en el ala de la mariposa; la pureza de la esmeralda, del rubí y del topacio en la tinta que tiñe al insecto y al reptil; en las hojas todos los visos del verde; al salir y al ponerse el sol, en los cielos, todos los cambiantes de la anilina; el delicado aroma de la orquídea confundiéndose con el persistente olor del almizcle, que en la época del celo derrama el yacaré; el chillido del mono interrumpiendo el triste canto del urataú y el fiero rugido del león los alegres himnos del zorzal. Así sigue en caprichosas vueltas regando por un lado - 133 - manera y con portentosa rapidez aumenta el caudal del gran río. Un día descubrís en medio de la corriente un punto verde obscuro que flota y desciende girando suave- mente: son plantas acuáticas entrelazadas con troncos y ramas secas: es el primer camalote, signo inequívoco de que la creciente empieza. Al amanecer el inmediato día, veis ya cubierto por las aguas una gran parte del banco de arena que divide el cauce en dos. De hora en hora se notan los progresos de la creciente: las franjas de arena que se extienden al pié de la barranca se angostan poco á poco hasta que desaparecen por completo; en las cos. tas bajas las aguas empiezan á lavar las raíces de los primeros árboles; los marchitos y descoloridos juncos se ierguen; en el fondo de las depresiones que se prolon- gan paralelas ya se ve agua; los bancos de arena se cu- bren por completo; la altura de la barranca disminuye; aumenta el volumen y la cantidad de los camalotes que pasan arrastrados por la corriente ó se aferran á los ár- boles y arbustos de las orillas; y sigue creciendo más y más el río. Las islas parecen camalotes gigantescos. Los ; esteros de las costas se convierten en lagos, y allí el río en mar. Ya no se ven barcos varados, se les ve, para cortar · las distancias, dejar á un lado la canal y navegar acarician- do con las quillas que se undían en la arena las copas de los árboles que oculta el río. Ha crecido diez metros! ¡Qué imponente espectáculo, qué maravillosos panora- mas, qué armonioso conjunto de formas y colores, admi- ráis entonces, si en torno vuestro dirigís la vista, reclinado en la canoa que se mece á las sombra de los cañaverales de la orilla! Todos los matices del verde! El predominio de la hermosa línea curva! - 135 - nivel de sus aguas, sea cual fuere la hora del día ó de la noche en que lo observéis, siempre encontraréis soberbio y bello el río Paraguay. Hasta cuando se agitan furiosas sus aguas al soplo del vendaval en noche borrascosa, es soberanamente hermoso: la magnificencia que la luz de los relámpagos da á los bosques de las costas, compen- san las inquietudes del peligro. Solo es abominable el gran río cuando en pleno día no se ven ni sus islas, ni sus márgenes, ni la superficie de sus aguas, ni un solo rayo de sol; cuando el silencio es tan profundo como la obscuridad; cuando espesos vapores se desprenden de las olas y suben hasta las nubes. Semejante al sopor que pro- ducen las emanaciones palúdicas, es el anonadamiento que experimenta el alma cuando en débil barquilla os envuelve densa niebla en medio del río Paraguay. Los monos con sus gritos son los primeros en anunciar la vuelta de la luz; luego, a través de la bruma se ve rodar en el cielo, imponente, majestuoso globo rojo; después em- pieza el coro de las aves y fresca perfumada brisa disipa las últimas ráfagas de niebla que se elevan como humo de incienso, y por fin vuelven a retratarse en la tranquila superficie, como en bruñida lámina de plata, los troncos, las ramas, las hojas, las flores, y las nubes que pasan y los pájaros que vuelan. IN . 139 - - mosa. En la parte media de la gran planicie argentina se levanta Resistencia capital del Chaco austral, que en pocos años se ha convertido de ranchería de indios en pueblo culto, y Resistencia esta enfrente de la ciudad de Corrientes y á sólo cuarenta leguas de la capital de For- mosa. El Pilcomayo, límite norte del territorio, desembo- ca en la misma latitud en que esta situada la Asunción, capital del Paraguay; y son natural y lógicamente idén- ticos los fenómenos atmosféricos y climatológicos en am- bas orillas del río. Y muchos kilómetros más al norte del punto en que termina nuestro territorio, existen pueblos florecientes en los que viven y prosperan españoles, ita- lianos, franceses, alemanes é ingleses; lo que prueba hasta la evidencia que la temperatura de Formosa no puede ser obstáculo al aumento de su población y cultivo de su tierra. Está por todos admitida la feracidad prodigiosa del suelo paraguayo; y bien, ¿no son acaso iguales las selvas de una y otra margen del gran río? ¿no crecen en los bosques formosinos tan lozanos y vigorosos como en los bosques paraguayos el urunday, el guayacán, el laurel y el lapacho? ¿por qué el tabaco que se siembra en la costa argentina no ha de tener el mismo aroma y el mismo · sabor que el tabaco que se siembra en la costa paragua- ya, si las hojas de las hiervas silvestres, las flores de las enredaderas y los frutos de los arbustos tienen el mismo color, el mismo olor y el mismo sabor en uno que otro lado del río? Los hechos confirman de una manera cabal y completa las deducciones lógicas; y en consecuencia puede afirmarse que el suelo formosino es tan feraz como el suelo paraguayo. ÍNDICE PÁGINAS ......................................... ......... 55 ADVERTENCIA........ I – Introducción............ II – Descripción geográfica...... III – Flora. ..... IV - Fauna. - V – Los indios....... VI – En medio de las selvas... VII – Los palmares.. VIII – Entre las llamas.... IX – Los obrajes. X – Villa Emilia........... XI — Juan Pirú .............. XII – Los Carpincheros.... XIII – Todo por la patria...... XIV – Río Paraguay .............. XV - ¡Grandioso porvenir .......... 63 73 85 97 .. 107 113 127 137